Thursday, July 19, 2007


CIUDADANÍA




Nunca el gobierno socialista agradecerá lo bastante a la derecha española, en especial al más tenaz y disciplinado de sus ejércitos –la Iglesia Católica- el enorme favor de presentarse sistemáticamente como su enemigo visible. Eso nos permite olvidar –a nosotros y a los propios socialistas- que probablemente sus peores contradicciones son internas.

En un primer nivel de análisis, a poco que se prestan oídos a los argumentos contra la nueva asignatura, denominada Educación para la ciudadanía, uno no puede por menos que pensar que, con todas las dudas que nos cause, su implantación es una pequeña turbulencia comparada con lo que supondría para el sistema educativo que las tesis que se impusieran fueran las de sus enemigos. No sé si es acertada la medida del gobierno, pero sí sé que los argumentos en su contra son torpes.


El planteamiento más escuchado indica que la asignatura es una alternativa laicista al modelo religioso de formación en valores. Así, según tales criterios, cuando el gobierno habla de un “mínimo común ético constitucionalmente consagrado”, no hace sino disfrazar de neutralidad lo que en realidad oculta un profundo sesgo ideológico, encaminado a no reconocer ni favorecer la conciencia religiosa.


No creo en la neutralidad. Siempre somos educados en valores –otra cosa es que tales valores sean buenos- y en la medida en que los agentes tradicionales de la enculturación renunciemos a suministrar pautas de conducta a los nuevos, serán poderes emergentes mucho más incontrolados los que ocupen ese espacio, con la consiguiente desestructuración moral que ello puede acarrear... que en realidad está ya acarreando en estos tiempos en que la televisión parece ser el canguro por excelencia de las familias españolas. Ahora bien, una cosa es ser imparcial –cosa indeseable- y otra convertirse en un adoctrinador, que me parece todavía peor. La dificultad de la derecha para entender que el objetivo de la asignatura no es un orwelliano lavado de cerebro de los niños en favor del ateísmo, la promiscuidad sexual, la negación de la familia y demás espantajos, arranca de su ceguera ante la posibilidad de una educación en valores no basada en el adoctrinamiento. Falta de ethos democrático, consecuencia de haber ejercido en exclusiva durante tanto tiempo la enseñanza moral como evangelización de las masas. Han amenazado durante tantos años con que se pudría la columna si te masturbabas que ahora no entienden que un libro de texto prevenga contra la homofobia o aconseje el uso de preservativos sin que les parezca que quieren volvernos a todos gays y un poco putas. (Lo cual por cierto haría mucho por vaciar las parroquias y dejar a curas y monjas sin trabajo)

Otra de las críticas más escuchadas, y directamente derivada de la anterior, consiste en que se está arrebatando a la familia una obligación que sólo ella debe ejercer. “Los niños han de venir ya educados a la escuela, ya se encargará el profe de enseñarles ciencias”. Este argumento lo he oído cientos de veces, pero la práctica demuestra su absoluto utopismo, su creciente imposibilidad. Yo más bien creo que es al revés: confiar en que la familia o la parroquia -¿por qué no la calle y los amigos?- suministre los valores que hagan factible la convivencia es pura ingenuidad, dado que no pueden garantizar el éxito de la empresa, o pérfido cinismo, dado que en la práctica ello se traduce en la extensión a la moral de la brecha socio-económica. Es magnífico –señores de la parroquia- que los padres transmitan un mapa moral bien ordenado a sus hijos –fundamentado o no en la fe en Dios- pero es una irresponsabilidad de las instituciones confiar en que lo hagan y escaquearse con ello de tal obligación.

En ese sentido, resulta discutible la interpretación del art. 27.3 de la Constitución, al que se apela con frecuencia: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Así, la aparición en el currículum de la nueva materia de conceptos como condición humana, educación afectivo-sexual, construcción de la conciencia moral, corresponde en dicha visión a una intolerable intromisión en el derecho de las familias a educar a sus hijos en sus propias convicciones. No sé porque hay que suponer que los profesores de la asignatura van a dar una visión sesgada y autoritaria de la educación afectivo-sexual, cosa que sí hay que suponer que harán los profesores de Religión, cuyos curriculum se han ocupado desde siempre de la construcción de la subjetividad moral y lo han hecho en clave doctrinal porque para tal misión son contratados y fiscalizados por los obispos, lo cual –teniendo además en cuenta que somos los ciudadanos los que pagamos a estos profesores- constituye una de las más escandalosas anomalías de la moderna España democrática.

No es extraño que ya se hable en consecuencia del derecho a la objeción de conciencia, una figura que por cierto pusieron de moda los jueces más conservadores cuando estalló el asunto de las bodas gays, pero que la derecha hizo todo lo posible por desacreditar en sus tiempos fundacionales, en que se erigió como enseña de los movimientos contra la mili obligatoria. El razonamiento es de una aplastante simpleza: no creo en las leyes que me obligan a justificar ideológicamente en clases de adoctrinamiento a los niños, ergo me acojo al derecho a no cargar con dichas clases. De nuevo el mismo prejuicio, no salen del “positivismo jurídico” y del principio de que la única misión del empleado público es acatar y poner en práctica las normas que emanan del Príncipe. Pobre concepto de la misión de la escuela. El día en que me digan que mi misión como profesor de Ciudadanía o de cualquier otra cosa es enseñar a los alumnos la bondad de las leyes del gobierno coyuntural, lo que se llevarán es una risotada –mía, pero también de mis alumnos y de sus padres, por cierto-. Por eso no objetaré si me piden que dé clases contra la discriminación y a favor de la participación política o la libertad de conciencia, algo que por cierto ya vengo haciendo desde que empecé mi labor docente.

Suscribo en este sentido la argumentación que hace Justo Serna en su blog, que arranca de la consagración de dos tipos de derechos, los naturales y los del ciudadano, que hace la Declaración Universal de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. ¿Quién dice que no corresponde a las instituciones enseñar virtudes cívicas a los niños? ¿Caemos en el adoctrinamiento cuando recordamos la trascendencia del marco constitucional como espacio de la convivencia, exigimos la tolerancia ante el distinto o incitamos a la participación en la deliberación política? No creo que se trata de enseñar normas, no solo normas, no se trata de asegurar la obediencia –y aún menos la servidumbre a través del adiestramiento en las reglas vigentes-... La convivencia es posible a través de concepciones que o deben ser universales y eternas –como el derecho a no ser torturado- o son producto de las corrientes coyunturales de pensamiento y aspiran a mediatizar positivamente la vida de la comunidad. Ambas forman parte de lo que llamamos civismo, y no veo porque la escuela no habría de enseñarlas. Me parece más cómodo y más indecente esquivar el asunto.

Seguiremos hablando. Hay mucha más en juego en este tema de lo que parece a simple vista.

4 comments:

Anonymous said...

Ciudadano y objeción de conciencia

“En muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad”, decía Immanuel Kant en ‘¿Qué es la Ilustración?’, “son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo”, admite Kant.

“Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos”.

Por eso, no se pueden pretextar “escrúpulos de conciencia”. Esto es, el funcionario “no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña”. Ahora bien, como ciudadano más o menos instruido y con escrúpulos morales ese individuo podrá pronunciarse, gozando para ello “de una ilimitada libertad” para servirse de la razón hablando “en nombre propio”.

Fdo.: Justo Serna

Anonymous said...

Cada día que pasa en mi vida me acostumbro más a la idea de que en la lectura de Kant están muchas de las respuestas que buscamos. Gracias Justo por la aclaración.David.

Anonymous said...

La Iglesia clama contra esta nueva asignatura porque pretende que la única moral de validez universal es la suya y, curiosamente, para oponerse a su aplicación recuperan un viejo argumento calvinista que harán suyo los jesuitas: Si el rey, en este caso el poder civil, rompe el pacto con Dios, la resistencia del pueblo queda justificada puesto que han sido rebasados unos límites jurídico-naturales que están más allá del ordenamiento positivo. No hace falta decir que ésta es una postura táctica nacida de circunstancias coyunturales porque lo que es de suyo a la Iglesia es crear “súbditos leales y obedientes” tal y como defiende el agustinismo político.

Estoy de acuerdo con David en la confusión que cometen los meapilas: una cosa es adoctrinar como hacen los profesores de religión y otra desarrollar un pensamiento crítico contra aquello que, decantado a través de un largo proceso histórico, estamos legitimados a considerar injusto. Llamémosle si se quiere Derecho Natural y volviendo a la reflexión del principio me parece perfectamente posible enseñar una serie de imperativos éticos como el respeto a la vida, a la dignidad o a la libertad que tienen validez universal y que deben informar cualquier ordenamiento positivo. De otro modo no se podría justificar la lucha contra un poder que pretenda dar validez universal a lo que no es sino la defensa de un sistema de dominación basado en determinados intereses de clase.

Anonymous said...

A riesgo de salirme un poco del tema de la "Educación para la ciudadania" (sobre la que no puedo opinar mucho, porque no conozco suficientemente bien los contenidos), me gustaría aportar como novedad en esta discusión una opinión sobre la ciudadania que me ha parecido muy acertada e interesante. Casualmente (o no tanto, es un tema de candente actualidad) en el último número de "L'Espill" se ha dedicado el apartado monográfico a la Ciudadanía. He leído esta tarde los trabajos y dejando de lado algunos que no he entendido - como el de Pujol - y otros que me han aburrido - como el de Ridao - me decanto claramente por los de S.Giner (el nombre del autor lo dice todo, aunque es un poco pesado de leer y largo) y sobre todo el de Victoria Camps (evidentemente se nota la gente que escribe normalmente y la que no lo hace, el de Pujol es un claro ejemplo de quién no lo hace).

Habla Camps (autora de quién recomiendo sus trabajos sobre ciudadania y como no, sobre feminismo) de una "democracia sin ciudadanos". Me interesa sobre todo su análisis sobre el problema - y aquí si que tendría sentido la asignatura - de unos ciudadanos que lo son "de facto", reconocidos jurídicamente; pero que en la práctica muestran una total apatia y un desdén por su implicación activa en lo que debería ser la vida pública. Este desinterés por emprender una serie de empresas colectivas que son propias del ciudadano se está agudizando últimamente - como dice Camps - en favor de un malentido (a mi juicio) individualismo, receloso de la intimidad y la libertad de uno para salvaguardar su interés propio, un interés que a veces se entiende como opuesto al hecho de la asociación o la actividad ciudadana en grupo. Esto desemboca en un punto que Camps llama el "incivismo ciudadano", una aparente "contradictio in terminis", que en realidad esconde una verdad rotunda: la necesidad de los jóvenes alumnos )y otros no tan jóvenes) por aprender unos valores de civismo que justifiquen una condición de ciudadano que reciben de forma innata, pero que no ejercen de forma mayoritaria.

Ese "mínimo común ético constitucionalmente consagrado" que argumenta el gobierno también lo trata Camps cuando habla dela necesidad de una "ética pública", que vaya más allá de la simple acceptación por parte del ciudadano de los impuestos y las obligaciones justas - lo que se supone que es justo, lo que tengo que pagar porque es así, lo que tengo prohibido hacer porque lo dice la ley -, y que trata de establecer un mínimo común denominador, unos valores universales sobre lo que es la ciudadanía y lo que define a un ciudadano activo que se interesa por la sociedad en la que vive.

Al hilo del comentario de Justo, también Victoria Camps cita a Kant (esto si que no tiene nada de casualidad) aunque lo hace para criticar la insuficiencia de ese planteamiento. Ese acatamiento de la ley que expone Kant en las palabras reproducidas por Justo resulta a la vista de Camps insuficiente, porque si bien la coacción jurídica del Estado es necesaria (Kant proclama según Camps una "superioridad" natural del derecho sobre la moral), debe de ir acompañada de esa ética pública basada en unos valores cívicos no necesariamente codificados. En esto coincido con esta mujer y con mi profesora Anna Aguado, que siempre me decía que suele ocurrir en los cambios sociales y de mentalidad, que la ley es condición necesaria pero no suficiente. El caso de la ciudadania seria un ejemplo: ¿es necesaria la asignatura de Educación para la ciudadanía? Creo que sí. ¿Es suficiente? Creo que no. Aquí es donde ya entraría lo que dice David: família, amigos, escuela...

Un saludo a todos y os recomiendo la lectura del texto de Camps, claro, conciso y bien escrito.

Paco Fuster