Sunday, September 09, 2007









AMNESIA
La Duquesa de Alba no debe saberlo, pero su línea genealógica, según ha demostrado la historiografía, proviene directamente de mozárabes, más en concreto de la familia de Esteban Illán, alcalde de Toledo en tiempos de las “tres culturas”. Son los mismos investigadores los que nos trasladan la historia de la familia Ben Furón, que podría ser la de tantos y tantos linajes españoles, y que podemos entender como historia de una deliberada desmemoria. Investigada en polvorientos archivos toledanos toda una larga serie de documentos producidos entre los siglos XIII y XV, advertimos que de la ortodoxa configuración onomástica árabe de Mateos ben Micael ben Furón, pasamos a su vástago Juan Mateos ben Furón, cuya identidad individual viene del primer nombre, pero que enlaza ya con el de su padre sin aplicar activamente el “ben” (o “ibn”, en árabe puro). Su hijo habría de llamarse Alfonso Juanes ben Furón, el siguiente Juan Alfonso ben Furón, y a partir de ahí desaparece el resto onomástico inicial, y el nombre Alfonso pasa a convertirse en guía de reconocimiento del linaje, apareciendo un llamado simplemente Juan Alfonso, que en el siglo XIV sería padre de Pedro Alfonso y así sucesivamente, ya sin restos extraños.

De todo este proceso podemos extraer una conclusión: la configuración histórica del sistema de patronímicos no responde tanto a una intención colectiva de ir precisando y perfeccionando –en suma, modernizando- el modelo identitario tanto como a la de ocultar unos orígenes impuros. No podemos extrañarnos de este tipo de procedimientos. La sustitución en el poder de unas tribus por otras genera una necesidad de adhesión, y de disolución del grumo en el caldo de lo colectivo, único remedio en muchos casos contra la marginación, la huida o el exterminio, lo cual termina pesando más que la vocación de sujetarse a la identidad forjada a través de los tiempos. Deberíamos no obstante plantearnos, más en el caso toledano casi en ningún otro, por qué tras la reconquista castellana de la ciudad no se elevó a santidad la categoría del mozárabe, ese “cristiano en tierra de moros” al que, por cierto, las nuevas autoridades necesitaron durante mucho tiempo. El problema es que aquellos mozárabes, pese a su condición de resistentes religiosos durante los largos siglos de dominación árabe, distaban mucho de ser un enemigo del Islam. Demasiada lengua árabe, demasiados ritos mimetizados al paso de los siglos, demasiadas costumbres convergentes con los derrotados ahora sometidos o puestos en fuga.

Este relato* nos pone sobre la pista de un fenómeno de la vida humana que viene preocupándome casi desde que me hice adulto: la necesidad del olvido, esa misteriosa fuerza disolvente que llega para quedarse en el alma de la personas y realiza su labor con abrumadora eficacia. Y les aseguro que los esfuerzos llegan a ser de una tenacidad admirable. En cierta novela, recuerdo la semblanza de un personaje que decía ser cubano, se comportaba y se divertía como un cubano, amaba como un cubano, vestía como tal… pero, para su desgracia, resulta que ni era cubano ni había estado nunca en tan hermosa isla… No nos hace falta aquí un novelista, la vida proporciona la suficiente materia prima para percatarnos de que los personajes de ficción construyeron ya su locura en las aceras de la vida real. Conocí a un tipo que vestía y se peinaba como un gitano… Uno lo veía continuamente cerca de ellos, defendía en los debates televisivos su causa, pero no como un payo solidario, sino como lo que decía o creía ser, un gitano entre otros. Nunca supe si los gitanos de verdad le consideraban un asimilado o le veían acercarse con tanta insistencia que se habían acostumbrado a su presencia y simplemente toleraban al payo renegao. Conocí a un hombre que vivía obsesionado desde adolescente con ser un catalán, y terminó viviendo en un barrio de la Barcelona profunda, hablando un catalán perfecto y votando a partidos nacionalistas… no es que le gustara Catalunya, es que era un catalán antes de vivir en el paraíso soñado –censo incluido-, con la misma lógica con que los transexuales dicen haber vivido en el “cuerpo equivocado”. Aquel hombre jamás aceptaba recordatorios sobre su origen en Motril ni reflexionaba sobre el hecho, para mí evidente, de que en Catalunya se le consideraba tan charnego como a cualquier charnego. Ese poder de lo catalán, o de lo vasco, para asimilar personas y fabricar raíces alternativas es admirable: conozco personas que han traducido nombres y apellidos sin tener la más mínima conexión genealógica, otras que se hicieron fanáticas seguidoras del Barça o del Joventut de Badalona o votantes del PNV pese a haber pasado toda su vida entre los viñedos de Valladolid. Poder de seducción, pero no exclusivo, ya que Antonio Gala –incómodo manchego- es sólo uno de los numerosos casos de andaluces interpuestos.

No niego a nadie el derecho a intentar ser lo que desee. Creo como Ortega que el hombre es proyecto, y de nada estoy más lejos que de recordar al transexual –maniobra fascista que detesto- que antes que Paula fue Manolo, como tampoco creo que se sea menos buen ciudadano catalán por el hecho de no llamarse Pujol sino Gutiérrez. Creo sin embargo que hay algo turbio en esa egonomía tan del tardocapitalismo que entroniza el principio del individuo libre haciéndonos creer que cualquier cosa es posible, que cualquier rasgo de identidad es adquirible en el mercado y puede uno terminar por desprenderse de él y sustituirlo por otra mercancía identitaria de oferta en el mercado.

El culto permanente al pasado y a la tradición llega a parecerme paranoico, nada más aburrido que esos tipos a los que la boca les huele a cerrado y que se pasan la vida dando la murga con “los clásicos”; pero deberíamos estar en guardia contra los empeños demasiado tenaces en promover la amnesia, y no sólo la histórica, ahora que tanto escándalo provoca en la España reaccionaria el empeño de algunos en desenterrar a los padres que les asesinó el bando victorioso con la humillante condena al silencio de los familiares, como si aquellos muertos nunca hubieran existido, como si quienes traicionaron la legalidad no hubieran hecho sino “restaurar el orden” con la propina de “cuarenta años de paz”.




Pero muchos olvidos no son estrictamente políticos. A mi tía Ana, al regreso de la próspera Alemania en el 65 después de cinco años como emigrante, no le pesó tanto la dictadura como la sensación de pobreza, de gente mal vestida, de Madrid llena de gente hambrienta de los secanos que parecía haberse refugiado temporalmente en un enorme campamento en medio de la meseta. Creo que es la pobreza lo que realmente queremos olvidar. España es un país de nuevos ricos, separados la mayoría del hambre –un hambre vergonzosa, intolerable- por una o dos generaciones. “Sí, aquí se pasó hambre, ya lo creo”, dicen con voz queda en el pueblo… Y no dan más datos, no nombran personas ni familias. Creo que es ese el hilo que del que tirar si queremos encontrar las causas del olvido.

Sigamos necesitando a los historiadores… escuchemos sobre todo a quienes saben quiénes somos y de qué venimos, a quienes tienen el coraje de decir: “yo sí me acuerdo”.











*Muy recomendable el estudio titulado Los que parecían árabes, de Francisco J. Hernández, en el número 224 de Revista de Occidente, bajo el genérico Al Andalus frente a España: un paraiso imaginario.

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