Friday, August 28, 2009







NATALIA RODRÍGUEZ O

FERNANDO ALONSO.




1. Fatalidad. A veces son años luz lo que nos separa de aquello con lo que pasamos nuestra vida soñando... a veces no es más que una ténue línea, ese milímetro por el cual -como en Macht point, aquella película de Woody Allen- la bola que toca la cinta de la red pasa al campo enemigo y otorga una victoria que, de haber quedado en nuestra área, nos habría derrotado acaso para siempre. No creo que exista competición deportiva más pura que el atletismo, y más en concreto las pruebas de medio fondo. Como, al contrario que en las pruebas muy largas, los corredores con mejores marcas no tienen espacio para hacer la selección y descolgar a los demás, las carreras de 800 o 1500 metros se convierten en auténticas batallas tácticas donde los participantes, además de correr mucho, tienen que ir posicionándose para obtener la mejor ubicación, de manera que, en el momento en que el grupo se desencajone y la gente se lance con toda la fuerza que le queda hacia la meta, uno no quede encerrado y sin opción de maniobra.







Cuando a doscientos metros de la meta Natalia Rodríguez se sitúo inmediatamente detrás de Jamal, el gran riesgo era quedar estrangulada en carrera, sin opción de una maniobra final a tiempo en la última recta. De pronto, otro corredora intentó pasar por fuera a Jamal, lo que hizo desplazarse arteramente a ésta hacia la calle 2 para evitarlo, momento en que la española vio libre la cuerda para lanzarse ya sin oposición a la victoria. Cuando la corredora de Bahrein, más preocupada por bloquear a las rivales que por correr más que ellas, detectó la maniobra, ya era tarde, de manera que en cuanto notó el primer contacto leve con su cuerpo optó por inclinarse de nuevo hacia la cuerda, provocando un desequilibrio que convirtió un roce en empujón, lo que dio finalmente con sus huesos en el suelo, llegando incluso a desequilibrar a la española. Natalia ganó la prueba con una autoridad asombrosa, a pesar de haber estado a punto de irse a tierra con Jamal en la refriega.




El final de la carrera nos proporcionó uno de esos momentos que la historia de la televisión relega injustamente al olvido. La mediofondista española pasó del semblante serio con que cruzó victoriosa la meta a la angustia más absoluta, al sentir como era objeto de censura en forma de pitos por el público berlinés mientras Jamal se retorcía de dolor en el suelo. Pasaron los minutos y, ante la ausencia de novedades, Natalia llegó a pensar que era campeona del mundo. Finalmente fue eliminada. Todo fue desde entonces una cuesta abajo. La Federación Española presentó una ridícula reclamación con cara de no creerse nada de lo que estaba defendiendo, lo que es más evidente cuando sabemos que su presidente reconoció que había sido justa la decisión final del comité de eliminar a Natalia. Tampoco ayudó mucho el que después, algunos de los medios informativos que montan psicodramas gigantescos cada vez que algún equipo de provincias no quiere traspasar su estrella al Real Madrid, o denuncian una conspiración mundial contra Fernando Alonso cuando alguien corre más que él, dieron carpetazo al asunto lamentándose por el error de empujar a la atleta rival cuando Natalia "tiene calidad para ganar sin artimañas". Hoy hemos sabido que además, por el incidente de Berlín, la mediofondista ha sido excluida del prestigioso meeting atlético de Zurich.





Yo me quedo con las imágenes posteriores a la carrera. La inmensa mayoría de deportistas en que puedo pensar hubieran actuado de otra manera. Se habrían pasado por el forro la opinión del público -el cual por cierto emitió sonoramente su opinión sin haber entendido nada de lo que había pasado-, habrían dado la vuelta de honor enfundados en su enseña patria y con una sonrisa de oreja a oreja, habrían pasado completamente de la rival dolorida y montado en cólera después con la decisión del tribunal. Natalia se perjudicó a sí misma con su actitud. Todo parecía indicar que era culpable: su gesto angustiado, su renuncia a la celebración... Con treinta y un años había logrado el primer título importante de su carrera, pero ella sospechaba ya que iban a desposeerla. No hizo nada que no hubieran hecho sus rivales durante la carrera, pero a ella se le cayó a tierra su rival, que acaso fue la verdadera tramposa de todo este asunto. La imagen de Natalia acudiendo a socorrer a Jamal y besándole la mano, los minutos angustiosos con el rostro contraído por el temor a la descalificación... Algo de esta grandeza intentan, con patéticos resultados, imitar los reality shows.





Natalia Rodríguez hizo lo contrario de lo que se nos indica que hemos de hacer en el deporte, en los negocios, en la política... en cualquiera de todos esos ámbitos donde el poder, el éxito y el dinero están en juego y se nos exige competir: Natalia tuvo escrúpulos.










2. Fernando Alonso no ha despertado nunca en mí especiales simpatías. Cuando cierta sucesión de acontecimientos no me cuadra, suelo preguntarme a quien benefician. Me sucedió, por ejemplo, cuando se le concedió el Premio Príncipe de Asturias, a pesar de que por aquel entonces ni siquiera había ganado su primer Mundial. Pensé en si los valores que proyectaba la Fórmula 1 sobre la sociedad, y en especial sobre los jóvenes, eran los más sanos y recomendables. Y entonces se me ocurrió pensar si la presión de esos poderes fácticos que son las empresas automovilísticas no tuvieron algo que ver con el asunto, ellas, que se pasan la vida amenazando con expedientes de regulación de empleo y con irse a Polonia o Marruecos con sus fábricas si el Estado no les inyecta más pasta.




Si sondeamos informalmente a la gente conocida, advertiremos que la imagen que la gente tiene del Gran Circo se compone de motores rugientes, circuitos repletos de pijos, chatis rubias de tetas operadas que le dan sombra a los pilotos, bólidos que se hostian, mecánicos estresados... Todo muy guay, ideal para traerlo además a un circuito urbano como el Valencia Street Circuit, que es como el Horchata Building que el ex-Presidente del Valencia Paco Roig quería construir en los terrenos de Mestalla, pero con gradas supletorias, restaurantes de pega para incautos y puestos donde te venden coca cola a cuatro euros.



Alonso me cae como una patada en el estómago, pero eso no importa. Probablemente haya que ser algo prepotente como él y echarle la culpa de cada derrota al coche, a Renault y a los mecánicos como él tenía costumbre, y además ir por el mundo con cierta suficiencia y tratando de comerle la moral a los rivales con declaraciones altisonantes... De otra manera no se fabrica un campeón del mundo. No, no, mi verdadero problema es en general con el mundo del motor. Hay quien soñó durante años con un mundo sin epidemias de cólera, hay quien siente que está ganando la batalla por conseguir un mundo sin tabaco... Y yo, qué vamos a hacerle, sueño con ciudades sin motores.



Cuando se viaja a cualquiera de las grandes metrópolis del hemisferio sur, en seguida se da cuenta uno de que los aeropuertos en plena ciudad, los motores ruidosos, los atascos, la ruidera constante, en suma, no son atributos de la modernidad y consecuencias del avance de la humanidad, sino restos de la barbarie propia de comunidades que todavía no han aprendido a gestionarse en medio de una lógica de tecnología acelerada.




Una alumna me dijo un día que un chico estaba mucho más guapo subido encima de una moto de alta cilindrada. Quizá sea ese el problema, que de igual manera que fumar te hacía más sexy en tiempos de Humphrey Bogart y hoy te da pinta de estresado y de cutre, disponer de un buen motor para ensordecer las calles y envenenar los pulmones de la gente te sigue haciendo quedar como un tipo gallardo y bien plantado. Esto lo sabemos bien quienes nos desplazamos caminando o en transporte público por la ciudad y tenemos que sufrir la violencia de automóviles, motos y, últimamente, también los ciclistas, algunos de los cuales confunden ciertos espacios de ocio con velódromos, como si quisieran vengarse con los peatones de las afrentas a las que los conductores les someten en la calzada.




No me gusta Alonso y no me interesa en lo más mínimo el Valencia Street Circuit, eso que servirá para "difundir internacionalmente la imagen de nuestra ciudad" y que a mí me suena a un tipo de turismo desagradable y falsamente rentable, a cuatro listos que se forran y a una ciudad cada día más ruidosa, más inhabitable y más alejada de lo que verdaderamente habría de ser su fin: la convivencia.





Creo que prefiero a Natalia y las carreras de medio fondo, aunque a veces sus jueces no sepan hacer justicia.

Saturday, August 22, 2009









EXCALIBUR






Un conocido cometió en una ocasión el peor de los errores. Profundamente enamorado como estaba de su hermosa mujer -la llamaré Ginebra, por lo que luego entenderán- quiso tener más cabos atados de los que el Destino permite, de manera que para alejar de su lecho conyugal cualquier sombra de duda, preguntó a la dama si deseaba a algún otro hombre de su círculo de amistades. Ginebra, muy prudente, eludió inicialmente responder, pero él -cada vez más arrebatado por una morbosa curiosidad- optó por insistir... hasta que encontró respuesta: "sí, me gustaría liarme con X". Da la casualidad de que X era el más antiguo y querido de los amigos de él.


Tratando de ser consecuente el tipo optó por ignorar el asunto durante meses y eludir así los fatales tormentos con que los dioses acostumbran desde tiempos inmemoriales a castigar a los mortales cuando violan el más sagrado de los mandatos, el de no arrancar de las sombras el Secreto destinado a seguir habitando entre ellas para siempre. Pronto, el alma de aquel desgraciado se desgarró entre el terror a que aquel deseo adultero se consumara y el de que, no haciéndolo, quedara para siempre en el alma de su esposa, esperando como una bestia agazapada para deslizarse reptando entre sus sábanas conyugales.






No importa demasiado saber qué terminó pasando, aunque es fácil presumir que la cosa acabó mal. A grandes rasgos, y hasta donde llega mi conocimiento de este relato completamente verídico, puedo decir que el matrimonio acabó en divorcio -sospecho que por razones ajenas a lo que he contado y acaso bastante más prosaicas-, que Ginebra terminó acostándose con el amigo y que le supo a lo mismo que los otros muchos con los que se fue a la cama, que los dos viejos amigos se distanciaron... Muchos años después coincidieron por casualidad y optaron por esquivar antiguas rencillas y reanudar, siquiera aquella tarde, su vieja amistad. "¿Sabes?", dijo el ex-marido de Ginebra, "para mí, desde aquello, tú siempre fuiste para mí como Lancelot". Al final, las historias no acaban teniendo el mismo aspecto que las leyendas a las que imitan, pero es sorprendente la facilidad con la que los viejos ciclos narrativos se repiten. Una y otra vez, a poco que uno tuerza la mirada lo suficiente como para aprender a leer renglones torcidos, me encuentro la historia de El Rey Lear, la de Antígona, la de Odiseo... y eso por no hablar del Capitán Trueno o del Shane de Raíces profundas.



Me ha venido hoy a la memoria el asunto que les he relatado al inicio porque ayer volví a ver Excalibur, visión cinematográfica muy años ochenta del ciclo artúrico por parte de John Boorman. Es inevitable jugar con todo el atrezzo que crea el efecto de hechizo sobre un paisaje indudablemente seductor: la Tabla Redonda, la espada mágica clavada en la roca, la búsqueda del Santo Grial, las murallas de Camelot... De toda esa eficaz trama narrativa, nada fascina tanto como el menage a trois que termina desencadenando la maldición sobre el Rey Arturo, sus caballeros y su pueblo. Con el Reino cargado a las espaldas, fiel a la tarea de unificación y pacificación de las tierras de Camelot que el Mago Merlín le ha encargado, Arturo no puede conceder las atenciones necesarias a su amada esposa Ginebra, la cual no solo parece que era una bella dama medieval sino que además pasaba por ser algo insumisa, manera fina de decir que se dejaba caer con facilidad en brazos del primer Caballero de refulgente armadura y espada enhiesta que cruzara las puertas de Camelot. La fatalidad sobreviene cuando, inclinados por su pasión en la dirección opuesta a su devoción hacia el esposo y el amigo, Lancelot y Ginebra terminarán yaciendo juntos: "¡el Rey sin espada, el Reino sin Rey!". Arturo caerá entonces en un extraño sopor -"no puedo vivir, no puedo morir"-desprovisto del poder de Excalibur, sin el socorro del mejor de sus guerreros ni el amor de su esposa. Para salvar al Reino, enviará a sus Caballeros en todas direcciones en busca del Santo Grial, única reliquia con poder para romper la terrible maldición.

Ninguno de los caballeros, acaso por la influencia de la ópera wagneriana, se asocia tanto a la trágica diáspora de buscadores del Grial como Perceval, una búsqueda, por cierto, que anticipa el espíritu de las Cruzadas, presuntamente guiadas por la necesidad de restañar la herida de la culpa mediante la recuperación de una reliquia de enorme valor. De origen servil, Perceval es el más leal y tenaz de cuantos se sientan a la Tabla Redonda. Él será quien rompa la maldición al resolver el acertijo del Grial y recuperar con ello la salud del Rey, el cual -de nuevo con Excalibur en la mano- ajustará cuentas con los usurpadores y pedirá a Perceval, antes de morir, que devuelva la espada a las aguas mágicas de la Dama del Lago, guardiana para siempre del símbolo del poder. Siempre he visto en Perceval al paradigma del héroe plebeyo. Impostor dentro del orden caballeresco, Perceval obliga al Rey a armarle caballero para poder defender el honor de la Reina de las acusaciones de adulterio. Creo que va seguir fascinándome siempre ese sentido del honor -ininteligible para los verdaderos nobles- por el cual un Don Nadie improvisa la más terrible de las decisiones sin estar capacitado para luchar contra Galwain. Paradoja del romance artúrico, habrá de ser un plebeyo, un impostor, quien, según la interpretación del relato de Boorman, asuma la salvación del Reino aristocrático por excelencia.




Con todo, no hay leyenda artúrica sin el Mago Merlín. Personaje esotérico por excelencia, es retratado por John Boorman como una especie de cínico algo indolente, chistoso y un poquito farsante, que cumple con cierto fastidio la misión de emplear su sabiduría al servicio de la unidad del Reino. La habilidad con que el Mago se mueve como una sombra entre los bosques es cómplice del ingenio con que contesta a las preguntas del Rey. No tengo ninguna duda de que el Jedi y Obi Wan Kenobi, del ciclo galáctico de George Lucas, son un trasunto de Merlín, maestro que se expresa en medio de paradojas y previene una y otra vez al futuro Rey contra el peligro de romper los frágiles equilibrios en que se sustenta la vida de la comunidad. "Recuerda que siempre hay alguien más listo que tú", le dice al joven Arturo el día en que se encuentra con Lancelot cerrándole el paso en un puente del río. O, tras preguntar Arturo en sus mejores días si el Bien ha triunfado definitivamente, contesta que "el Bien habita siempre junto al Mal". Y mi preferida, esa aparición fantasmagórica, cuando supuestamente ya ha muerto, y es convocado por Arturo en vísperas de la batalla final.
-"¿Eres acaso un sueño, Merlín?", pregunta Arturo.
-"Sueño para algunos", "¡PESADILLA para otros!"


En algún momento tardío del relato, Merlín confiesa su melancolía por la desaparición del mundo mágico de los brujos. Conocedores de toda suerte de hechizos, desde el poder afrodisiaco de la mandrágora hasta el poder para atraer la niebla o provocar el sueño, los herederos de los antiguos druidas recogen la sabiduría ancestral de un mundo pagano y politeísta, con bosques repletos de pequeños dioses y angostas grutas donde es posible recoger el aliento del Dragón. "Un nuevo Dios único viene para acabar con nosotros para siempre". El triunfo en las antiguas regiones bárbaras de la iluminación cristiana generó un nuevo modelo de civilización y una nueva burocracia de sacerdotes y burócratas. Con la desaparición de Merlin, que se retira cuando la única solución ya es el proyecto ecuménico del Grial, desaparecen también toda una serie de cultos de los bosques bajo cuyos daimones y númenes se protegieron antiguamente las pequeñas comunidades europeas. Se me ocurre pensar si la muerte de Merlin supone la ruptura de una forma de relación con la naturaleza, la cual dejará de ser Madre y sortilegio para convertirse en gélida materia prima para la edificación del nuevo mundo urbano que se avecinaba.

-"¿Eres acaso un sueño, Merlin?"

Desde luego que lo es, y Arturo apenas una leyenda con algunos pequeños visos de realidad. Y me pregunto si no es mejor seguir creyendo en los sueños. Entretanto, cada vez que alguien me habla de la imposibilidad de alcanzar una misión, siempre recuerdo lo que Merlín le diría:


-"Recuerda que nadie imaginó que sería aquel criado aparentemente insignificante el que sacaría Excalibur de la piedra para proclamarse Rey."

Friday, August 14, 2009












MEDIA VIDA (II)








8. No abandonaremos nunca del todo el recuerdo de aquel verso del gran cantor del Nuevo Mundo Walt Whitman -"Pobre de aquel que camine una sola legua sin amor"-... Sin embargo, pasada la cuarentena, me he ido cargando de algunas prevenciones respecto a esa prédica amorosa de la que, por cierto, oí las más encendidas arengas de niño en la sacristía. Recibo apelaciones al romanticismo, a la aventura y al goce de ser eternamente Peter Pan en personas que, tras estrenar amorío, han dejado en la estacada a quienes les fueron leales hasta el final... Aquellas son las mismas que acusan de materialista y prosaico a quienes les recuerdan que habitar el engaño y la traición es de cobardes y no de aventureros. El amor es cualquier cosa menos eso que muy certeramente llaman mis alumnos un encoñe. A partir de cierta edad, ser romántico es ser idiota... O mejor: creer que solo se puede vivir el amor como romance es de un patetismo pueril.


9. Se puede vender el alma al diablo, vaya si se puede. Consiste en tirar por tierra los esfuerzos más nobles de una vida para obtener poder, dinero, éxito. He visto crecer -y ahora las veo envejecer- a personas que con tal de acceder a la posición de éxito que creen merecer son capaces de convertir a cada persona que les rodea en simple herramienta de su misión megalómana. Fuera de la condición de herramienta, para alguien así ya sólo se puede ser un estorbo. Reivindico pues mi condición de estorbo.









10. No se debe creer demasiado en la sinceridad de los homenajes. Unos meses antes de abandonar cierto lugar donde dejé jirones de piel durante años, ví como era despedido entre vítores un amigo en aquel mismo lugar. Me fijé en las sonrisas impostadas de quienes, mientras le aplaudían, no tardarían ni un minuto en ponerle pingando entre bastidores. Durante los días siguientes, el homenajeado pasaba por el lugar como esperando sentir de nuevo el clamor de las felicitaciones y el afecto... pero ya no quedaban ni los ecos. En realidad, quienes le veían aparecer más bien parecían a punto de preguntarle "¿qué haces aquí?" La vida es un gran escenario teatral donde cada actor representa su papel y, cuando este ha concluido, lo que debe hacer es marcharse por el foro. Desaparecer sin aplauso, quizá sin dejar apenas rastro, con una pequeña sonrisa de complicidad con alguien del público o con un leve gesto de despedida, nada más... Quizá en ese saber desaparecer de la escena en el momento oportuno resida el verdadero arte de vivir.




11. La inmensa mayoría de las preocupaciones son estúpidas y neuróticas. Por cada riesgo que evitamos con un desvelo hay una fatalidad que nos sale al encuentro -con ironía- allá donde no podíamos esperarla. No hace falta para vivir tanto equipaje como creemos, no necesitamos tantas cosas. El Síndrome de Diógenes que padecen algunos viejos es el eco lejano de las épocas de carestía en que crecieron. Lo que nos va a matar no es el hambre, sino el colesterol, la debilidad del sistema inmunitario, la velocidad, el estrés o la reproducción enloquecida de las células... Ninguna de tales causas de muerte -ni siquiera la falta de anticuerpos, provocada por los medicamentos, el exceso de higiene y la falta de enemigos naturales- se asocia a los estados carenciales, sino más bien a la saturación y al sobreequipamiento.


12. Se puede -y quizá, como indicaron los Padres Cristianos- se debe ser pobre, pero lo que no se puede ser nunca es miserable. Hay todo un mundo de distancia entre ambos conceptos aparentemente tan cercanos.





13. La familia es la más contradictoria de las instituciones. Son infinidad los vicios, las miserias y las pasiones destructivas que, desde Caín, le son debidas. Sin embargo, cuando uno abandona la casa paterna -a la que por cierto, conviene no regresar- no tarda demasiado en descubrir lo profundamente inhóspito que es el mundo. La familia es uno de los pocos refugios cálidos que le quedan a un mundo cada vez más helado, como refleja de manera tan conmovedora Cormack McCarthy en su obra maestra La carretera. Nada tan misterioso como esa tenacidad con las que tantas madres -se diría que aún después de muertas- preservan la unidad espiritual aún cuando los miembros del nido han dejado ya de creer en ello.






14. Emplear la vida en la persecución de la felicidad, valiente estupidez. Me parece mucho más honesta aquella intervención de Adorno, quien encontraba un objetivo máximo de cualquier proyecto político en el aminoramiento del sufrimiento físico. Es cierto que los viejos sabios helenísticos no pararon de hablar de la eudaimonia, pero traducir tal vocablo como felicidad -en el sentido en que nosotros entendemos la felicidad cotidianamente, como consecución de expectativas de realización y satisfacción personal- resulta abusivo. La felicidad es siempre una resultante fugaz, apenas una tregua en la batalla, un silencio que apenas llega precariamente a sostenerse en medio de los truenos...
Dice mi padre que ha dejado de dolerle la rodilla: no busquen más, siento decepcionarles pero tienen ahí perfectamente definida la felicidad posible. Recuerdo también aquella frase de Woody Allen. "Durante mi juventud pensé que la frase más bella era Te amo; ahora pienso que la frase más bella es esa que alguna vez escuchas de labios de un médico: el tumor es benigno."




15. Heráclito tenía razón, el conflicto, trama nuestras vidas. De una manera u otra estamos condenados a fluctuar eternamente entre la conflagración y la negociación, entre las hostilidades y la tregua. El armisticio nunca es definitivo porque casi siempre tiene la forma de la rendición. Es en el fuego permanente del polemós donde se forjan las instituciones, cuajan los grandes proyectos y nacen las mejores ideas. La paz de la que creemos gozar es mucho más frágil y sometida a hipotecas de lo que nunca imaginamos, y en todo caso es tan solo un islote en medio de un oceáno bélico. La mayoría de quienes se presentan como grandes libertadores y profetas de un mundo más justo desencadenan la guerra y terminan, con frecuencia, creando más dolor y más esclavitud de la que ya teníamos. Acaso, pese a todo, tengan razón, acaso es una cobardía ridícula querer vivir en paz... Tan solo un matiz: mejor no hacer daño si uno puede elegir no hacerlo, mejor pensarlo dos veces -esto es lo que los grandes redentores no se plantean nunca- por si resulta que no estamos en posesión de la verdad. Mejor seguir leyendo filosofía si eso sirve, como quiso Adorno, para que Auschwitz no se repita.










Saturday, August 08, 2009









MEDIA VIDA






He rebasado lo que, con arreglo a las estadísticas de esperanza de vida, es la primera mitad de mi biografía. Felizmente, mis padres no solo viven sino que amenazan con insistir durante muchos años, por más que tengan el cuerpo y el alma lleno de cicatrices y haya hecho falta reparar algún órgano básico.

No tengo hijos. No sé si se me está haciendo tarde para tal cosa, pero creo que, en cuestiones tan trascendentales como la de la paternidad, lo estratégico es asumir que el mejor estado posible, con sus pros y sus contras, es el que uno tiene, lo cual valdrá exactamente igual para el momento en que me dé -si tal cosa ocurriera alguna vez- por traer a un pequeño mono desnudo a este superpoblado planeta: "y p´alante", como dicen en el pueblo de mi madre.

Un anuncio de la tele te pregunta si sabes qué significa que cierto niño con un casco de cuernos se rascara la nariz. Yo no tengo dudas: ese era el gesto por el cual sabías que Vickie el vikingo iba a tener una idea genial para salvar a sus amigos cuando andaban en apuros. La contestación correcta trae penitencia: "Si no dudas en contestar es que ya tienes edad para cuidarte". Y entonces te dicen que tomes Danacol, orín de vaca o no sé qué raíz para que tu polla siga tan enhiesta como el mástil de la bandera. Lo que esto significa en líneas generales es que, ahora, si te dedicas a hacer las mismas burradas que a los quince, lo vas a pagar, que el margen para rectificar es mucho menor, y que las ojeras que se te dibujan por la mañana amenazan con quedarse.




El alma también tiene sus padecimientos cuando se rebasan los cuarenta. Uno pasó incautamente la década de los veinte forjando una vida independiente y próspera porque quería ser feliz y tener una hacienda digna... y ahora que mal que bien lo ha conseguido, se da cuenta de que duerme bastante peor que cuando era un joven fracasado, que las cosas no le resbalan con la misma facilidad que entonces, pese a que el cerebro te indica que son estupideces, y que -no sabes muy bien si por la sensata cortesía de la madurez o por miedo a crearte enemigos- la soltura con que veinte años atrás enviabas a tomar por culo al primero que te molestaba ha desaparecido por completo.


De entre tales padecimientos, el que esboza un paisaje de fondo, apenas perceptible pero continuo, es el de haber entendido por fin que uno tiene que morirse. "Que la vida iba en serio, uno lo descubre siempre demasiado tarde...", dijo Jaime Gil de Biedma. Por muy en broma que uno diga tomarse la vida, cuatro décadas -lo que duró el franquismo, por ejemplo- es suficiente para percatarse del enorme esfuerzo que supone construir ciertas cosas que los más jóvenes ven como algo natural, como si nos hubieran sido dadas desde siempre y sin angustias ni sudores. Por eso termina entendiendo aquellas lágrimas del sabio francés que se estremecía paseando por entre los majestuosos templos del Nilo, conmovido por ver como terminaban en ruinas tantos y tantos desvelos de los hombres. Que yo desaparezca para siempre es ciertamente escandaloso... que lo haga todo lo que me rodea es profundamente injusto.


Vivo conmovido por esa angustia, es cierto, pero mi madurez ha encontrado el contrapeso al negarme esa maldición por lo visto tan común en nuestra sociedad opulenta que es el aburrimiento. No creo que haya ninguna razón profunda por la cual yo -como dice mi madre de sí misma- "me divierta de cualquier cosa", pero es así, un poco como cuandó nos servían la comida y a mí me gustaba y me la comía feliz, mientras mis primos mostraban un asco espasmódico y la tiraban por el retrete mirándome con cara de pensar que yo era tonto. Tengo entendido que es así con el suicidio: ante la misma tragedia, hay quien decide acabar y se mete una escopeta de caza en la boca -con lo que debe doler eso- y hay quien aunque llegue a pensarlo en ocasiones esperara sin más a qué Dios decida por él cuándo llega su hora. No me aburro porque las pocas veces en mi vida en que he pensado esa gilipollez burguesa de que "últimamente no le encuentro sabor a la vida", el Destino me ha enviado alguna putada bien gorda para recordarme la inmensa felicidad que debemos sentir porque no nos duela el hígado, por ver cómo se pone el sol tras las montañas o porque nuestra pareja -esa de cuyo mal carácter decimos estar hartos- no haya decidido esta mañana saltar del tren en marcha, largarse con otro y dejarte con tus DVDS de John Ford, tus partidos de fútbol, tus botellas de vino de crianza y una cara de imbécil que espanta.


Pues bien, llegados a este punto, creo poder establecer algunas conclusiones que pueden venirme bien para lo que queda del partido y que no servirán de nada a los jóvenes, pues aunque sean profundas convicciones, temo que solo se las puede tomar en serio aquel que ha podido comprobar su verdad en la experiencia. Si hay sabiduría en ellas, mejor, si no les sirven para nada, espero que al menos les diviertan. Helas:






1. Cuando pases largo tiempo con alguien y descubras que nunca te ha hecho reír, empieza a malpensar de él. El mundo está lleno de tristes y de amargados que sólo levantan el puño victoriosos cuando consiguen inocular sus venenos a los demás. De esos hay que guarecerse. Hace un par de años conviví con un compañero que despertó algunas animadversiones por ciertas conductas algo desordenadas en las que caía con frecuencia, seguramente por torpeza o inobservancia. Yo solía defenderle cuando era censurado. Ofrecía tales y cuáles argumentos, pero el que secretamente me impulsaba era el de que aquel tipo fue capaz de hacerme reír frecuentemente, a veces a mandíbula batiente. Quizá sea esa la auténtica magia del mundo: el poder de provocar la risa.




2. Se puede seguir adelante sin determinadas personas a las que uno, en algún momento, llegó a considerar poco menos que imprescindibles. Analizo mi biografía y veo que la hostilidad o el desafecto de algunos que fueron desapareciendo no pudo detenerme. Único error: llorarles más tiempo del debido.



3. Es irremediable tener miedo, en todo caso lo peligroso sería no tenerlo, pero no puedes dejar que el miedo te paralice. Más peligro de que tal cosa ocurra en la medida en que no descubres que es justamente eso, el miedo, lo que te mantiene irresoluto y pasivo.


4. La pereza es el más sigiloso y nocivo de los vicios capitales. Guárdate de ella, sin que te des cuenta, decidirá que digas No a platos exquisitos que morirás sin haber probado.


5. Pregúntate por qué algunos viejos llegan a parecer invencibles e inmortales. Siempre que busco un vídeo musical en you tube termino pulsando en The Rolling Stones, Bruce Springsteen o algunos vejestorios por el estilo. No solo hay talento y tenacidad en ellos. Hay algo que sale de dentro en su conducta como artistas, algo que no han perdido desde el lejano día en que se subieron por primera vez al escenario. Ese algo no es enseñable ni requiere destreza técnica para ser imitado. Ese algo nace de un compromiso profundo y sincero con la vida, de la voluntad de amar y ser amado y de abrir los pulmones apasionadamente a cada bocanada de aire. No termino de encontrar eso en la mayoría de los jóvenes. Podríamos hacer análisis sociológicos muy bien documentados para explicarlo, pero mi fórmula es más sencilla: o le pones cojones a lo que haces o mejor que te quedes y asumas que eres una medianía. Esta es la primera lección que debemos aprender de nuestros viejos maestros.

6. Dos obsesiones equivocadas: el oro y la belleza. Conozco hombres que han pasado su vida amargados por la imposibilidad de conseguir una mujer de admirable belleza. Conozco mujeres que suman la amargura de no tener un marido guapo a la de no ser ellas tan perfectas como las modelos escuálidas y drogadictas que salen en las revistas de moda. En cuanto al dinero, razón tuvieron siempre -al menos sí en esto- los padres moralistas al prevenirnos contra la codicia. Veo enloquecer hombres y mujeres a millares no solo por hacerse ricos sino, sobre todo, por sentir ese vértigo de formar parte de la élite social al que al parecer tienen derecho quienes han alcanzado elevada prosperidad. Hay quien no duda en sacrificar todo aquello que merece la pena en la vida solo por aumentar su patrimonio ad infinitum... paradoja que parece tomada del teatro de Moliere.
7. Los malos no son los Otros ni tienen pinta de alienígenas. No olvido aquella broma del protagonista de la serie Mash cuando su compañero se espanta al escuchar que el ejército norteamericano acaba de bombardear una aldea inofensiva: "¿Por qué pones esa cara? Nosotros somos los buenos, podemos hacer todas las marranadas que nos apetezca..." No sé si saben que el muro que atraviesa la frontera sur de los USA se ha llenado de tantas cámaras, que ha hecho falta reclutar voluntarios que, dotados en casa de un circuito cerrado de televisión, avisan de inmediato a los Federales en cuanto a algún cholito se le ocurre pegar el salto. Desconozco cómo se las arreglan las autoridades yanquis para que los ilegales entren y salgan según convenga a las empresas cuya rentabilidad se basa en el trabajo esclavo de inmigrantes sin papeles y, por tanto, sin derechos. Es cómodo pensar que la culpa del desorden que preside el mundo la tienen Bin Laden, Hitler, Stalin, Falconetti, Hannibal el Caníbal, Alí Khan (el enemigo del Guerrero del Antifaz), el Unicornio de Marte y Lex Luthor... pero me temo que no es tan sencillo.






...CONTINUARÁ


Sunday, August 02, 2009





EN EL PARO






Agosto significa mucho para infinidad de personas, pero nada para un parado, especialmente si su vínculo con las oficinas del INEM tiene ya tiempo. El parado tampoco trabaja en agosto, pero lo suyo no es un descanso, no goza de los mismos laureles que el profesional que se lanza a las carreteras a disfrutar de su libertad, ya que él no "se ha ganado sus vacaciones". Cuando ya hace décadas un gobierno democrático decidió crear el subsidio de paro, hubo muchos para los cuales su sudor diario servía para que el gobierno "subvencionara a vagos". Escuché muchas veces esta frase por aquel entonces, pero su letanía se ha ido perdiendo a medida que la gente ha ido descubriendo que la fiscalidad que paga con su esfuerzo cada día es un colchón de seguridad del que todos nos beneficiamos. Se ha de ser muy torpe o muy insolidario para seguir sin entender esto, aunque siempre se puede cargar contra los funcionarios -todos unos vagos- o contra los políticos -todos corruptos- para justificar la racanería de tantos y tantos que, ufanos por su condición de grandes señores cada vez que se compran un coche de potente cilindrada, buscan después toda suerte de añagazas para no pagar a Hacienda. Es humano intentar no pagar, sí, pero luego hay que pensárselo dos veces a la hora de quejarse porque resulta que hemos ido a Urgencias y está colapsado. Claro que también podemos en este caso, como el Director del Hospital Gregorio Marañón, echarle la culpa a las enfermeras.

El paro es un organismo de complexión viscosa. Primero parece una estación de paso, una eventualidad de la que algunos pueden incluso disfrutar durante algún tiempo, como descubrimos en aquella película de Stephen Frears, La camioneta, donde el primer consejo de un parado de larga duración a un amigo de mediana edad que acaba de perder su trabajo es tomarse unas cervezas e ir a jugar al golf un rato. No es mala idea: en casi todo en la vida habríamos de empezar por no ponernos nerviosos y tomarnos un tiempo para la reflexión. El problema es cuando uno se da cuenta de que lo que ha estrenado no es un traje de entretiempo, sino no una nueva condición vital y, en cierto modo, una identidad. Es entonces cuando el gusano revela su viscosidad.

Uno puede deambular entonces por la ciudad sin prisa porque no va a ningún sitio. Si dedica su tiempo a labores domésticas descubrirá que en esta Sociedad de Derecho no hay mayor paria que aquel que no genera ingresos, con lo cual da igual la intensidad de sus esfuerzos por tener la casa limpia: se le va a seguir otorgando consideración de persona improductiva. Es un poco como cierta vieja amiga que de pronto, y con el argumento de que era fea, dejó de arreglarse: "¿por qué voy a insistir en esfuerzos que no van a cambiar mi vida en nada?". No es difícil entender entonces lo cerca que el paro nos sitúa de la melancolía y la depresión.

Rara vez la desocupación es mucho más que una cifra para tantos tertulianos, articulistas o políticos que se refieren continuamente a ella. Como siempre digo de malos profesores -que no saben lo que es ser un mal estudiante, por lo que difícilmente pueden entender que alguien lo sea-, todos estos hombres de éxito desconocen lo que es el paro. Acaso me asusta más el hecho de que la carga de dramatismo y de angustia que tiene esta pandemia social tienda a pasar inadvertida para tantos y tantos ciudadanos comunes que no dudan, ni por un momento, de que la confortable situación laboral en que se encuentran se la han ganado ellos... razonamiento cómplice del que determina que el perdedor es culpable de su fracaso.
Hablando de profesores, hay entre mis compañeros quienes no parecen haber visto jamás en peligro su estabilidad laboral, y no dudan en exigir derechos que creen merecer. Algunos han hecho uso de todo tipo de chanchullos y corruptelas -toleradas y fomentadas muchas de ellas por administración y sindicatos- para no tener siquiera que vivir un par de añitos desplazados de sus localidades de residencia. El que esa indulgencia a favor de algunos perjudique a otros muchos no parece importar a nadie, a fin de cuentas los sindicalistas obtienen cada cuatro años su puestecito gracias a los que trabajan, y no a los parados, que no cuentan para nada en las elecciones sindicales, que es lo mismo que decir que no existen para el mundo laboral. Raramente veo que dichos profesores -encolerizados porque sus alumnos no atienden en clase y no estudian para sus exámenes- se preocupen de intentar orientarles respecto al laberinto laboral para el cual supuestamente se preparan. Difícilmente podrían hacerlo, pues en su momento tuvieron la buena suerte de poder instalarse sin grandes problemas en un paisaje relativamente cómodo de derechos laborales, con lo que mucho menos ahora van a preocuparse de qué es lo que realmente está ocurriendo en las empresas españolas. Simplemente, creen que no les afecta.


"Sociedades sin trabajo". Esta fórmula, acuñada por el prestigioso sociólogo alemán Ulrich Beck, define una situación que muchos trabajadores o ex trabajadores vienen ya detectando en las naciones desarrolladas sin necesidad de más investigación académica que la de su propia experiencia. "Ya no hay empleos en Alemania, y lo peor es que no va a haberlos", me dijo Gerardo, un viejo inmigrante alicantino que llegó a Berlin con una mano delante y otra detrás hace ya cincuenta años. La sustitución en Occidente del viejo modelo fordista o fabril por la llamadas "sociedad del saber y la información" es paralela a un crecimiento del principio de flexibilidad, nombre eufemístico que oculta toda una filosofía de lo precario, lo discontinuo y lo informal, o, para entendernos, de los contratos basura, los empleos temporales, la economía sumergida... Qué paradoja. La firme resolución de propiciar la rentabilidad del capital invertido, entendida como triunfo del principio de racionalización del sistema, supone que tengamos una sociedad ganada por todo aquello -la inestabilidad, el riesgo, la provisionalidad, la informalidad- que ya desde los maestros pensadores se definió como lo opuesto a la Razón. En este contexto, que por la vía de triturar los mejores logros del Estado del Bienestar presume de conducir las sociedades occidentales hacia el "pleno empleo", la consigna de que el parado lo es "porque quiere" adquiere una siniestra energía, escamoteándonos el hecho que no querer trabajar supone aspirar a algo más que unas condiciones laborales cutres y sin futuro.

Así pasa sus días el parado, escuchando estadísticas de las que se le dice que forma parte. Largos días en que las horas pasan lentas... Ha hecho fortuna ese retrato del parado de mediana edad que se sienta en el banco de un parque con la cabeza entre las manos y el rictus de la desesperación y la vergüenza en el alma. Conozco personas para las que ese anunció de Nescafé que sortea sueldos para toda la vida es algo más que una panoplia publicitaria de la que solo cabe burlarse. Conozco personas en paro que elucubran sobre maquinaciones dantescas para obtener dinero. No, no es cosa de risa. Hay gente que lo está pasando muy mal. Ha habido en España un periodo de esta crisis, hace unos meses, en que, como en esas epidemias que parecen pasar la segadora en momentos muy concretos, perdió tanta gente su trabajo, que uno se sentía casi como una anomalía por el hecho de conservar el suyo.

Si escribo todo esto en este inicio del mes vacacional por excelencia -ese que parece más bien destinado a las estadísticas de siniestralidad en la carretera, los incendios y los fichajes del Barça y el Madrid- es porque no pude evitar indignarme hace un par de día con motivo de la Campus Party, acontecimiento del que ustedes habrán oído hablar y que se celebra anualmente en Valencia. Empeñada la alcadesa en promocionar tantos eventos maravillosos como organiza su gobierno, sus voceros mediáticos de Canal 9 no dudan en animar a los jóvenes a acudir al festivar del chip con la pretensión de ser ojeados por el cazatalentos de alguna gran multinacional y convertirse poco menos que en el nuevo Bill Gates.






Me gustaría pensar que es así, y me gustaría poder aconsejarle el Campus Party a aquellos de entre mis alumnos que destacan en cuestiones informáticas. Ciertamente, pueden allí navegar con un ancho de banda inusual y comunicarse a gran velocidad con gente que vive en la Tierra del Fuego o en las Islas Orcadas, aunque por esa misma razón les sugeriría que, si de lo que se trata es de divertirse, se fueran a tomar una cerveza en algún chiringuito de la playa y pasaran del puto ordenador con el que -sin Campus Party por medio- ya pasan la mayoría de horas de su vida. Lo que yo pude ver en la imagen televisiva -para los ordenadores no, pero para los desaprensivos sí tengo cierta intuición- fue la imagen de un par de esbirros con falso aspecto grunge y enrollado de alguna poderosa empresa de software cuyos paseos entre las mesas de los esperanzados adictos a la informática no tenían por objeto buscar genios, sino obtener compradores para sus sistemas antivirus o sus últimas novedades en videoconsolas. Este tipo de procedimientos me recuerdan por qué siempre me niego a acompañar a los alumnos a las llamadas "ferias del empleo". Los puestos y barracas que se encuentran en su excursión, supuestamente dedicados a ofrecerles "orientación laboral", no tienen otro objeto que venderles cursos y masters para formar líderes, especializar en no sé qué cosa rara o prepararles para dirigir futuras empresas punteras.


Por cierto, no dejo de recordar lo que, en una de estas visitas, le dijo a un alumno mío un tipo que pasaba por allí y que, casualmente, se había licenciado años atrás en Administración y Dirección de Empresas.

-"¿Eres propietario de una empresa?"

Mi alumno, apenas 17 años, le contestó que no...

-"... Y entonces, ¿para qué cojones quieres estudiar Administración y Dirección de Empresas?"






Nadie es tan vulnerable a los timadores como un desesperado. Tenga cuidado si se ha quedado usted sin empleo. Tengámoslo todos.