Thursday, September 24, 2009










PRISA Y EL FUEGO AMIGO










Sería un acto de intolerable petulancia que yo intentara explicar aquí qué es exactamente lo que está pasando entre la editoria PRISA y el gobierno de Rodríguez Zapatero. Lo que desde que en 2006 empezó a emitir La Sexta han sido soportables turbulencias, ha terminado por convertirse en terremoto cuando el gobierno, con la guerra por las transmisiones futbolísticas en el transfondo, ha mostrado ya claramente su preferencia por Mediapro, grupo dirigido por el potentado Jaume Roures y que parece haberse convertido en la bestia negra de la empresa fundada por Jesús de Polanco. El asunto es oscuro y complejo, con mucha pinta de estar atravesado por todo tipo de intrigas palaciegas, con ese aroma a envenenamientos, traiciones y conjuras a los que la izquierda con poder es tan aficionada como la derecha.








Acaso lo conveniente será que ustedes lean el libro que, a buen seguro, publicará Planeta o alguna editorial por el estilo, presentándolo como el resultado del concienzudo trabajo de investigación de un periodista muy listo que llegó a infiltrarse en peligrosos recovecos e incluso puso en algún momento su vida en peligro. Podría titularse Cebrián contra ZP, lucha a muerte en el laberinto de la izquierda, o, si ese les parece algo desvaído, acaso prefieran La guerra del fútbol, cómo se derrumbó el imperio PRISA. Este tipo de ensayos de impacto y actualidad mola mucho porque, entre lo que el autor o su negro se inventan y lo que tienen de verdad cotilleada por el Garganta profunda de turno, uno llega a tener la impresión de estar leyendo una novela de Patricia Highsmith. Pero, sobre todo, mola porque hace creer a la gente -tan aficionados todos en el fondo a la teoría de la conspiración- que nuestro destino de indefensas criaturas está dominado por unos cuantos dioses olímpicos que se sueltan dentelladas en ocultas estancias para acabar repartiéndose la tarta y decidiendo lo que va a ser de nuestras vidas. Lastima que tres meses después de salir en plan explosivo a los estantes de las librerías ya no valgan más que para el contenedor azul de reciclaje.


Creo no obstante que conviene intentar hacerse cuanto menos una idea siquiera vaga y general del affaire para llegar a conclusiones sobre lo que verdaderamente se está dirimiendo, que -sospecho- es, como en toda guerra que se precie, bastante más de lo que los contendientes reconocen.

La cosa es más o menos así. Cuando ZP llega al poder toma una serie de decisiones favorables a PRISA, por ejemplo la vía libre para las emisiones en abierto de la cadena Cuatro, lo cual le permitirá presentarse ante Polanco como el nuevo Felipe González, lo cual teniendo en cuenta la vinculación histórica y generacional entre el editor y el político es el mayor de los premios. Esta entente es, pese a todo, precaria. El actual presidente del gobierno proviene de un árbol genealógico ajeno a la línea dura del felipismo, y conviene no olvidar que su éxito -que algunos vinculan inicialmente al resentimiento del sector guerrista y que parece tener mucho de imprevisto, por no decir de casual- marca el inicio del declive de la poderosa élite de políticos vinculada al anterior gobierno socialista. Al lado de personajes como Blanco, Chacón, Fdez de la Vega o Moratinos, la estrella de Bono, Almunia, Solana, Borrell, y, últimamente, también Solbes, describe trayectorias claramente centrífugas. Solo el durísimo y astuto Rubalcaba y el incombustible Chaves parecen haber resistido. Podría suponerse que era cuestión de tiempo: antes o después el ascendiente felipista sobre PRISA tenía que marcar hipotecas sobre el gobierno. Pero sospecho que no habríamos llegado a la ruptura si no se hubiera metido Roures por medio.



"El gobierno ha regalado el fútbol a sus amigos". Esta línea de opinión es unánime en las informaciones de los medios cabeceros de PRISA sobre el asunto, lo cual, además de una preocupante pedrojotización de El País, es síntoma de que el poderoso grupo ha perdido algo más que un buen negocio con este asunto. Pese a que propaga continuamente lo contrario, hay razones ahora mismo para pensar que PRISA atraviesa una situación económica sumamente delicada. Perder el fútbol en directo o, como es el caso, tener que competir con un medio que se permite venderlo más barato, puede constituir un golpe mortal para el grupo, el cual sospecho que ya se plantea muy seriamente la viabilidad de muchos de sus numerosísimos espacios de inversión. No es extraño que monten en cólera. Lo difícil es justificar este planteamiento tan emocional de las cosas, sobretodo ante el electorado conservador, que lleva dos décadas tragándose ese mismo sonsonete -el de que los gobiernos socialistas ayudan a su brunete mediática de los "Polanco boys"- de bocas de los copes y pedro jotas de turno. La sensación que se le queda a cualquiera es que al actual hombre fuerte de la editora, Juan Luis Cebrián, le ha sabido a cuerno quemado que le haya salido un competidor potente por la izquierda, perdiendo así el monopolio sobre un espacio de clientela razonablemente ilustrado, crítico y progresista, tal y como el que escucha la SER, ve Cuatro o lee El País.


El drástico giro ideológico experimentado por estos medios en las últimas semanas no deja lugar a dudas: la jefatura de PRISA ha ordenado a sus redactores que carguen con artillería pesada sobre la política del gobierno. Tengo que acordarme de que una empresa periodística es un negocio para que no me irrite demasiado un ejercicio tan interesado y demagógico, tan lejos de la deontología de servicio a la verdad y honestidad informativa que exijo a los medios que leo y escucho. Dado el silencio que prestigiosos articulistas o tertulianos mantienen sobre este tema que afecta al corazón financiero de la empresa, me pregunto si realmente merece la pena seguir siendo cliente de medios donde la libre opinión queda tan postergada. Creo que el historial de El País y el talento de muchos de sus empleados merece un juicio cuidadoso. Sin embargo, no resulta edificante presenciar en una cadena como Cuatro, habituada a masajear a los ministros, como es sometido a un ejercicio de caza y derribo el ministro José Blanco, el cual debe empezar a sentirse en los platós de PRISA tan en territorio hostil como si acudiera a la COPE o El Mundo. Es elogiable la pericia con la que un redactor-jefe de El País le acorraló en la tertulia política de Concha García Campoy, hasta el punto de alterar a uno de los hombres más poderosos de la nación; lo que uno no deja de preguntarse es si antes de la concesión de la TDT de pago a Mediapro el trato hubiera sido el mismo.

Entre tanto, la cuestión no es sólo si un gobierno socialista puede sobrevivir contra PRISA. Cuando empezó esta campaña anti-gubernamental intuí que el gobierno se había hecho el hara-kiri y que la Era del Talante tocaba a su fin. Esta percepción, por cierto, casa bien con la sensación de que El País empieza a comulgar de manera más o menos sinuosa con la tesis de la oposición de que España necesita unas legislativas avanzadas, una pretensión a mi entender muy poco fundamentada desde la sensibilidad democrática y con evidentes visos de interés mezquino, tan mezquino como lo fue el de todos aquellos que se asociaron en los primeros noventa contra el gobierno de González y fueron acusados -por ejemplo por PRISA- de formar parte de una conspiración republicana. Pero la pregunta sigue planteada: ¿se ha suicidado políticamente ZP por ayudar a sus amigos y porque está harto de las exigencias de Cebrián y de la sombra felipista? El sistema de señales que el leonés viene emitiendo desde que fue lanzado a la fama -hace tan sólo una década, dicho sea de paso- no me cuadra con un diagnóstico de soberbia e imprudencia... Bien es cierto que fue en las etapas profundas de sus legislaturas cuando González y Aznar dieron sus más graves pasos en falso, cuando uno se los imagina solitarios y taciturnos, como el general en su laberinto, pensando que las cosas se hacen "por mis cojones", "que ya estoy harto de ser blando con estos cabrones" o que "ya lo recuperaré todo ante la gente con mi carisma"... etc, etc. No me cuadran este tipo de caudillismos en Zp. No es su lógica. Quizá sospecha que puede aguantar con el apoyo de los medios de Roures, capaces como parecen ser Público y La Sexta de atraer a un electorado juvenil que se incorpora. O acaso cree que la clientela de PRISA no cambiará el sentido de su voto aunque desde tales medios se le desprestigie. En todo caso, me pongo un poco retorcido, puede pensar que, una vez derrotado por Rajoy, la posibilidad de seguir en la brecha como líder de la oposición depende de que Mediapro tenga más fuerza que PRISA, dado que desde ese mismo día la intención de Cebrián será la de sacarle de la escena.









En fin, como he dicho, un laberinto. Y bastante poco fascinante en mi opinión. Me preocupa poco si Barroso, pareja de Carme Chacón y ex-Secretario de Estado de Comunicación y vinculado al parecer a los negocios mediáticos de Roures, ha sido el factotum de todo este turbio asunto. No hay duda de que el entorno del Presidente del Gobierno está fuertemente vinculado a la empresa enemiga de PRISA. Sin embargo, creo que hay algo más serio detrás de todo este asunto que lo que nos contará el librito de marras del periodista listillo dentro de unos meses. Hay algo más que intrigas y guerras por el futbol. Tengo la sospecha de que entre lo que representa PRISA y lo que empieza a advertirse con fuerza en los medios de Roures, hay algo más que un conflicto de intereses. Creo que nos hallamos ante una verdadera crisis generacional en el mundo de la información. El tipo de "izquierda" que encarnan Público o La Sexta no tiene nada que ver con el de El País, Cuatro o la SER... Es otro rollo, otro ethos. Y lo es el de quienes siguen -todavía pocos- dichos medios con entusiasmo. Mediapro encarna una cultura de negocio editor completamente nueva para este país, una lógica empresarial wall-martizada, un espíritu falazmente crítico y de radicalismo simulado que se inserta confortablemente en el espíritu del nuevo capitalismo. PRISA, empresa repleta de veteranos de viejas guerras, empezando por la épica batalla contra los sectores duros del postfranquismo durante la Transición, se encuentra ahora mismo -unos meses después de la muerte de su fundador- en medio de una verdadera encrucijada...


¿Es todavía viable su modelo? Este es el problema que verdaderamente me interesa seguir tratando aquí.





... CONTINUARÁ

Saturday, September 19, 2009











LA DICHOSA AUTORIDAD









"El problema de la escuela es que a los profesores se les ha sustraído la autoridad"... Ésta es la frase que, a vueltas con la ley que pretende sacar adelante con gran sentido de la oportunidad la Presidenta de Madrid, no hemos dejado de escuchar en los últimos días. Suele acompañarse -lo escucho con frecuencia en las salas de profesores- de la que sentencia que la fuente de todos los problemas de la escuela es la indisciplina en las aulas. No puedo negar la mayor, no alude a un ficticio estado de las cosas... Y, sin embargo, no deja de revolotearme la mosca alrededor de la oreja cuando son casi siempre malos profesores los que elevan más el tono para echar la culpa de su evidente fracaso profesional a la indisciplina, única causa al parecer de la triste realidad de que sus zoquetes y traviesos alumnos no aprenden nada en su clase . Es la misma incomodidad que experimento cada vez que algún tertuliano de derechas, nostálgico de las hostias como panes que nos soltaban los maestros del franquismo -debe ser que le gustaba-, insiste a voz en grito en exigir menos blandura a los gobernantes con la violencia juvenil, leyes penales que penen más, sanciones más severas y policías que se parezcan más a Harry el Sucio.



"Hay demasiados derechos", "leyes y jueces son excesivamente indulgentes", "no confundir libertad con libertinaje"... en fin, qué les voy a contar a ustedes que no hayan oído miles de veces en la cola del Mercadona o en la radio del taxi. Las cosas no son tan fáciles, no se resumen en una frase lapidaria dicha por algún españolazo con un par de cojones. Pero eso sí, decir que "vamos a hacer de una vez por todas algo desde la política para reforzar a los profesores" sí genera en el pueblo la sensación de que alguien por fin se ha decidido a atajar el problema del que no paramos de oír hablar últimamente.





Nada tengo en contra del espíritu general de la ley que pretende otorgar al profesor la condición de autoridad pública. Mis razones son las mismas por las que siempre he apoyado que se establezca la figura penal de la agresión a médicos y enfermeras. Basta pasar un par de noches en Urgencias de cualquier hospital público y tener un poquito de sensibilidad para entender que en el sueldo de ATS no entra aguantar a maleducados que quieren ser atendidos sin hacer cola, histéricos que lo piden todo a gritos o indeseables dispuestos a linchar al médico que, según ellos, no hizo lo suficiente por salvar al abuelo. Es cierto que también los revisores del metro, las azafatas de congresos o los carteros sufren de vez en cuando la agresividad injustificable de algunos ciudadanos. Pero hay dos diferencias fundamentales. Una es que la frecuencia de episodios violentos o, cuanto menos, fuertemente conflictivos que se dan en un hospital acercan más el ejercicio de la medicina a la condición de "profesión de riesgo" que la de cualquier otro de los empleados que se me ocurren, con la excepción de un guardián del orden público. La segunda es que si el profesional que trabaja en una clínica es "desautorizado" a gritos o a golpes, si queda indefenso ante cualquier acto de intimidación o "venganza", la función del hospital, que no es otra que la de preservar la salud, se hace imposible.


Traslado todo este orden de razones a la escuela. Jamás he sido golpeado por un alumno o profesor (espero que tal cosa no suceda porque no estoy seguro de que mi reacción sea simplemente la de víctima... me crié en un barrio, qué vamos a hacerle). Sí he presenciado no obstante en mis años de profesión los suficientes episodios de violencia hacia los de mi gremio como para pensar que tales conductas deben salir gratis. La agresión en una escuela de Vallecas de la que se habla en los últimos días es produce sonrojo, pero no está demasiado lejos de infinidad de escenas que viví no hace mucho, por ejemplo cuando una familia entera entró al centro pegando voces y diciendo con aire amenazante que querían "ver ahora mismo al director". Con independencia de lo que ocurriera a continuación, la tolerancia con este tipo de conductas que ponen en peligro los frágiles equilibrios desde los que se sustenta la convivencia es un gravísimo error, y no estoy seguro de que la legislación, tal y como actualmente se aplica, tenga por sí sola el deseable efecto disuasorio. Si gritar o insultar al director de una escuela sale gratis -"te digo que éste me va a oír" o "mi padre le va a poner las cosas claras"-, y si soltarle un mamporro reporta una multa de cien euros, entonces dejemos que los bárbaros canten victoria, pues habrán ganado.


Ahora bien, una cosa es que se deba legislar para proteger especialmente ciertas profesiones y otra muy distinta que este tipo de normas se presenten como el bálsamo para recobrar la autoridad del profesor. Es un error: la autoridad no puede legislarse, creer lo contrario es no entender para nada la naturaleza de dicho concepto.


Es imprescindible que quien entra en una escuela para hablar con un profesor no crea que está en El Corte Inglés ni que su interlocutor es una especie de siervo al que se puede humillar o intimidar. Por no referirme a esos padres -a estos sí los he sufrido en mis carnes- que en algún momento han tenido la desfachatez de descalificar mi competencia profesional y mis dotes pedagógicas por haber sancionado o suspendido a su hijo, mientras yo me mordía la lengua para no ofenderles diciéndoles la verdad: que ellos son unos padres nefastos y los mayores culpables de que su hijo crea que puede interrumpir la clase cuando le dé la gana u ofender impunemente a sus compañeros por su raza o su condición sexual. Lo que intento decir es que la autoridad requiere normas que la posibiliten o al menos que la preserven en el aula de la barbarie de las calles. Ahora bien, la autoridad es otra cosa que la mamarrachada de recuperar las tarimas que -envalentonada ante la resonancia de la propuesta de ley- ha planteado Esperanza Aguirre.
He discutido mucho con compañeros sobre el problema de la autoridad. Creo que hay en la izquierda un trauma peligroso con este asunto, y por ahí encuentro una grieta que algunos discursos reaccionarios pueden aprovechar para que la derecha simule en estos temas una iniciativa política que tiene mucho de impostura. No conozco un solo gobernante de derechas que pretenda defender la educación pública -lo contrario es un oxímoron, me temo-. La política educativa del Gobierno Aznar y la que lleva, les aseguro que absolutamente delirante, el Gobierno Camps en Valencia me hacen pensar que el desalojo de ZP de la Moncloa no haría sino empeorar la salud de esa enferma crónica que es la escuela. No obstante, provoca cierto rédito hacer creer a la gente que todo es una cuestión de mano dura. Tras esa apariencia de socorro a la labor del docente, gravita la sospecha de que es él mismo quien ha tolerado que su imagen se deteriore. Se lo he escuchado a alguno de los voceros de la emisora de la Iglesia: "son ellos los que han permitido que los niños les pierdan el respeto... con todo aquello que se puso de moda en la Transición, de si a mí trátadme de tú y no me llaméis Don José sino Pepito..."



No se contemplan la voracidad del capitalismo ni el consumismo compulsivo ni la violencia institucionalizada como causantes del deterioro de la convivencia en las aulas: son -como siempre- la ruptura con los ridículos formalismos de antiguo régimen, la democratización de los centros, los modelos pedagógicos progresistas o la renuncia a la asimetría en el trato con los estudiantes los que han acabado con la escuela. Lo de siempre: el 68, la izquierda y, si me apuran, los Beatles son los que tienen la culpa de todo...

Tópicos reaccionarios a banda, hay personas muy bien intencionadas que desconfían de quienes defendemos el principio de autoridad en la escuela. Su error, creo, es que confunden autoridad y autoritarismo. El breve análisis etimológico nos induce a pensar que el verdadero abuso semántico se produce con el sentido que otorgamos al "ismo", que desvirtúa completamente el sentido original del concepto. Entre los romanos, se distinguía entre auctoritas y potestas. Gozar de auctoritas supone gozar de legitimidad ante ciertos ciudadanos en virtud de que se detenta un saber, de tal manera que alguien puede considerarse como autoridad consultiva -por ejemplo por el Senado- ante cierta cuestión respecto a la que está cualificado. Por contra, la potestas supone tener el poder legal de ejercer tal o cual derecho. En el segundo caso, la dimensión de respeto a la persona en cuestión queda reducida al simple respeto a la ley; en el primero, interviene una dimensión de culto al saber, diálogo y aceptación de la controversia que tiene poco que ver con la deriva que después hemos identificado como autoritarismo.




La autoridad es indispensable para que en una escuela funcione el ideal enculturador de todo sistema educativo, incluyendo esa dimensión crítica por la cual el neófito aprende a cuestionar las verdades y valores que se le transmiten, algo para lo que también -quizá más que en ninguna otra enseñanza- hacen falta buenos maestros. El autoritarismo, por contra, es el puro y duro ejercicio del dominio. La autoridad requiere respeto, lo que el maestro autoritario necesita por contra es sumisión y obediencia. La autoridad educa, el autoritarismo adiestra. Si no asumimos que el maestro ejerce poder, y que su primera misión es responsabilizarse de qué tipo de poder está dispuesto a ejercer, entonces deambularemos entre el extremo del sometimiento y el abuso y el de la tolerancia cínica y la negligencia profesional... En ambos casos estaremos maleducando.


Es cierto que el principio de autoridad supone aceptar premisas que no tienen buena prensa en la tradición progresista. Por ejemplo, los niños no son "buenos" por naturaleza, en realidad son bastante cabrones, tanto como usted y como yo, solo que sin los filtros de la prudencia que por puro afán de supervivencia hemos adquirido. No es posible negociarlo todo ni la autoridad requiere siempre la aceptación y el consenso... En ocasiones ha de imponerse, a veces en contra no solo de los deseos del alumno sino también del criterio de sus padres, que no entienden por qué a su hijo le hemos sancionado por gritarle "¡vete a tu país!" a un compañero ecuatoriano, si además "solo era una broma". Dice Fernando Savater: "cuando los adultos responsables no ejercen su autoridad lo que reina no es la anarquía fraternal sino el despotismo de los cabecillas". Les aseguro que sé muy bien a lo que se refiere.



Por mi parte, me quedo con la propuesta que formula Gerard Guillot en su interesante La autoridad en la educación. Salir de la crisis -Editorial Popular, Madrid, 2007-, que analiza en profundidad las causas de que la autoridad aparezca dañada en la escuela de nuestro tiempo. Frente a excesos de algunas pedagogías falsamente emancipatorias que no han hecho sino reforzar el adolescentrismo de nuestra sociedad consumista y debilitar los nexos intergeneracionales, y frente a la tentación de recaída en el mito autoritario, Guillot reclama una "autoridad constructiva", la cual no pretende formatear mentes sino enseñar a pensar para juzgar por uno mismo. No erudición ni Reyes Godos, sino espíritu crítico, el cual no es posible sin un buen tejido de cultura general. No tolerancia a las conductas enemigas de la convivencia, pero sí respeto a las personas. No sumisión a un poder fanático y abusivo, pero sí autoridad democrática entendida en sentido deliberativo. Guillot propone, en suma, la formula de una "autoridad del buen trato", una educación genuinamente democrática capaz de construirse desde una ética de la discusión , algo nada fácil de construir -como el propio autor reconoce- en un mundo dominado por el imperativo categórico del provecho y los intereses sectarios.



Difícil, ¿verdad?... pero apasionante desafío éste de la educación. Lo que no termino de creerme es que poniéndome un traje con corbata, subiéndome a una tarima o al trono de Felipe II o poniendo a mis estudiantes de rodillas y con los brazos en cruz -libros de latín sobre la mano incluidos- vayamos a mejorar la cosa, por más que esa nefasta gobernante que es Esperanza Aguirre se empeñe en seguir haciendo demagogia. No estaría mal que, de momento, se preguntaran nuestros gobernantes si con una ratio de treinta y cinco alumnos como la que ahora mismo soporto en mis clases de bachiller se pueden atender las demandas del alumno. Ya puestos, y si siguen llegando alumnos, podrían, además de subirme a la tarima, darme un megáfono, a ver si me oyen los del fondo.

Empezó el curso.

Thursday, September 10, 2009






POZUELO genera poco más o menos el mismo tipo de razonamientos: violencia irracional, puro vandalismo nihilista por parte de un grupo de pijos del municipio con la renta per cápita más alta de España. No pretendo refutarlo, pero sí matizarlo, pues hay algo que no me cuadra, algo que convierte el análisis en confortable simplismo, sin más consecuencia que la ya habitual en estos casos: más mano dura por parte de policías y jueces, en suma, el Estado haciendo valer aquello que Max Weber le atribuía como rasgo definitorio, el ejercicio legal de la violencia en régimen de monopolio.


Está bien, pero, de entrada, tengo dudas de que una reyerta tan masiva -se habla de miles de implicados- sea protagonizada exclusivamente por niñatos bien del pueblo. La provincia de Madrid en agosto es una procesión de trenes que dejan cientos de jóvenes por la tarde en la localidad donde hay festejos ese día y que regresan -completamente bebidos- a sus lugares de origen al día siguiente. No pretendo decir que los chicos de Pozuelo, donde hay familias muy prósperas y otras que no tanto, no tengan ninguna propensión a la violencia; lo que creo es que hay una relación directa entre los focos más o menos localizados de violencia juvenil -el botellón, con o sin ataques a la policía es violencia pura contra la ciudadanía- y un estado general de malestar entre los jóvenes.





Miren. En el curso que está a punto de empezar van a matricularse en bachiller muchísimos alumnos que en su momento abandonaron el sistema, una vez obtenida a trancas y barrancas la titulación básica de la ESO. Algunos lo hacen por presión familiar, otros por no estar en casa viendo la tele y otros porque se han dado cuenta de lo terriblemente inhóspito que es el mundo laboral, lo que les ha hecho entender que después de todo no se estaba tan mal en un pupitre. El problema es que la mayoría fracasarán y volverán a salir del sistema... desgraciadamente. Lo que a nadie se le escapa es que este fenómeno, el cual, en un momento de descenso de la presencia inmigrante, ha incrementado por primera vez en mucho tiempo las cifras de matriculación escolar, no es consecuencia de que la sociedad haya entendido por fin que la enseñanza nos hará libres y que la ilustración es el futuro. El problema de la mayoría de los jóvenes es que no saben qué demonios pintan aquí... Y no me refiero, aunque también, a algún tipo de angustia metafísica sartreana, sino a la evidencia de que -salvo que hereden- jamás tendrán una casa propia, que su instalación en el mundo laboral será precaria y lo será acaso para siempre, que los valores que les han transmitido los adultos -si es que se los han transmitido- son hipócritamente traicionados por los propios adultos, que lo que se les enseña en un aula no parece tener vínculo alguno con sus intereses inmediatos, etc, etc... Yo podría zanjar el tema diciendo que los asaltantes de la comisaría son un hatajo de indeseables, pero, como no creo que se trate de un hecho aislado sino de un síntoma de algo mucho más serio, prefiero no quedarme con las soluciones que a mí y a mis coetáneos nos confortan -"nosotros éramos mejores"- ya que con ello no hacemos sino agrandar el abismo de incomunicación generacional en que nos estamos instalando, como día tras día percibo -les aseguro que para mi pesar- en las aulas del Instituto.

Pensemos una miajica. Lo que a mí me maravilla del tema del botellón es que el tipo de razonamiento que emplean sus fans para defenderlo es propio de un consumidor. No sé si me explico. El señor o la señora que devuelve un producto que considera que está en mal estado, pide el libro de reclamaciones o se encara con la pescadera del supermercado porque le parece antipática, está reivindicando su derechos ciudadanos -con razón o sin ella- desde la dimensión de consumidor. Cuando ante un problema de salud pública como es el que tratamos, el argumentario que aparece una y otra vez cultiva en exclusiva dicha dimensión, entonces es que definitivamente el ciudadano que intentamos formar en la escuela ha quedado estrangulado por el cliente. ¿Qué significa si no la frase, repetida una y otra vez en mis clases de Ética, de que "se hace el Botellón porque las copas en los garitos son muy caras"?



Cuando escucho esta frase tengo siempre que hacer un esfuerzo para no indignarme. Yo he visto a mi madre volver llorando del supermercado en los años más duros de la inflación, y me temo que mi testimonio de niño bien alimentado es ridículo comparado con lo que vivieron mis abuelos en tiempos de cartilla de racionamiento y estraperlo. Y sin embargo, ¿no será que es esa mentalidad la que les estamos transmitiendo? Es la misma desazón que me produce intentar convencer a mis alumnos de que es legítimamente sancionable atender al teléfono móvil en un aula cuando los cines, las reuniones, las cenas y hasta los lechos del amor están repletos de imbéciles adultos a los que no solo les suena el móvil dichoso sino que además lo contestan y hacen que te enteres de que su tía se operó de un quiste o de cómo os fue por Ibiza, tía...






Así, un mal servicio, en este caso el precio presuntamente excesivo del producto, justifica una reunión masiva en medio de la calle de gente poniéndose hasta el culo, con todas las consecuencias que tal cosa acarrea, en especial para los desgraciados de los vecinos que viven en el espacio ideal para este tipo de batallas etílicas. El quid de la cuestión habrá de ser entonces que el joven tiene derecho a beber alcohol. Que yo sepa, la Carta Internacional de Derechos Humanos habla del derecho a la alimentación, a la salud, a no ser torturado... pero no me consta que vayan a incluir el derecho a beber cerveza, y menos a trasegarla como un bárbaro -qué macho, cuánto aguantas-, y menos a hacerlo abajo de mi casa y luego mear en el portal y, si se tercia, pegarle una pedrada a la vieja que se queja.

Unos cabroncetes, sí, pero reconozco este tipo de comportamientos en personas que ya peinan canas y se consideran respetables. No hablaré ahora del vandalismo intergeneracional que se tolera en fiestas de no guardar como las Fallas, demasiado tema hay en ello. Pero sí me vienen a la memoria unas cuántas visitas de padres más o menos airados que he observado o sufrido en mis carnes a lo largo de mi vida como docente. Algunos achacaban el endémico suspenso de su hijo a que el profesor de matemáticas "no le motivaba ni hacía las clases divertidas". Otro decía, tras ser la alumna sancionada por conductas reiteradamente agresivas con sus compañeros y profesores que "mi hija se rebela siempre contra los que ejercen el poder y que lo que necesita es más cariño y menos mano dura." Y no me olvido de aquel alumno odioso que se dedicaba a reventarme las clases sin motivo aparente, lo que sus padres justificaron mirándome con cierto desprecio con el argumento de "que nos han dicho los psicólogos que es un superdotado". ¿De qué nos extrañamos? Es posible que toda esta sarta de memeces merecieran otro tratamiento si, en vez de en una escuela, estuviéramos en el Corte Inglés, donde "el cliente siempre tiene razón" y "si no queda satisfecho le devolvemos su dinero".



El problema es que la escuela es un servicio público y no unos grandes almacenes. ¿Están de acuerdo? Pues pásmense. Una vez me dio por leer -debe ser masoquismo- los planes de dirección de centro de dos aspirantes a regir los destinos de un instituto. Ambos, en la introducción a sus proyectos, consignaban como principio básico el compromiso con "la satisfacción del cliente". (Houellebecq saltó a la fama con un libro titulado El mundo como supermercado, me viene irremediablemente ahora ese título a la cabeza.) Los dos eran profesores, es decir, mis compañeros de profesión. Si lo convertimos todo en un supermercado, ¿de qué nos extrañamos entonces?


Pues bien, la prensa anda últimamente haciendo preguntas por Pozuelo. Un juez ha castigado a los numerosos detenidos, menores de edad casi todos, con la prohibición de salir de casa por la noche. "La gente va a beber igual... y si no se la liamos otra vez a los maderos", dice un envalentonado adolescente. Experimento la misma desazón que ustedes ante asuntos como éste. Ya puestos, y no quiero dar ideas, en el imaginario de muchos de nosotros la intención juvenil de asaltar una comisaría o montar barricadas por las calles para hacer frente a los aparatos represivos del Estado significó otra cosa en algún tiempo.




Pero no es la claudicación melancólica lo que le dará profundidad al debate que el tema debe suscitar. Difícil asunto...

Friday, September 04, 2009









PLAGA






LA PESTE. Difícil entender que un agente de destrucción tan demoledor y tan terrible pueda al mismo tiempo ser visto como un factor de estructuración de las civilizaciones. Michel Foucault lo demuestra en su Historia de la locura o El nacimiento de la clínica: la plaga no sólo destruye, también da pie al establecimiento de lenguajes, de códigos de inteligibilidad, de normas capaces de discernir qué es normal y qué patológico... La epidemia, en suma, por la evidente necesidad de resistirse a ella, crea toda una lógica nueva y muy propia de la modernidad, un sistema de preguntas y respuestas, de síes y de noes... una disciplina colectiva que, cuando sus causas desencadenantes en origen ya han sido olvidadas, continúa condicionando las conductas.





Lo que demuestra Foucault es que la enfermedad genera un saber, y que ese saber es también un poder. Si este planteamiento es certero, imposible dudar entonces del carácter político de la epidemia. Esto no significa que la Peste sea el producto de una conspiración, ni mucho menos que sea el efecto de una terrorífica sugestión colectiva. No, la Peste es el jinete del apocalipsis por experiencia, y de ninguna manera puede sorprender la proliferación de prácticas, imágenes o discursos de todo tipo con el miedo al contagio como leitmotiv explícito o difuso.



Tanto es así, que la novelística moderna ha estructurado sus modos narrativos en gran medida por la inspiración epidémica. Desde el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, hasta El castillo blanco, de Orhan Pamuk, pasando por la inevitable La peste, de Albert Camus... el pavoroso imaginario de lo pestilente ha hecho proliferar ficciones fascinantes. No es difícil imaginar que tales narraciones recojan informes sobre el terreno de lo que viene sucediendo desde hace siglos en las crisis epidémicas. Podemos seguir entonces esa fantasía de la guadaña que se instala durante unas horas en un barrio de la ciudad, hace su siniestra y fecunda cosecha, para marchar a otro lugar donde continuar su tarea y con la amenaza seria de que habrá de volver. Temo que esa imagen es todavía demasiado deudora de la mentalidad medieval, que tiende a leer los signos de la lepra, la peste o incluso las sequías como pruebas de la cólera castigadora de los dioses.




Lo que se impone en el tratamiento literario de la peste propio de la novelística moderna es el espíritu de conocimiento del que habla Foucault. El Diario del año de la peste es ciertamente un relato conmovedor y, por momentos, angustioso; propio de quien, habiendo sabido componer una cumbre de la literatura como Robinson Crusoe, fue observador activo de los trágicos sucesos que nos refiere. Lo que Defoe intenta hacernos ver una y otra vez a lo largo de aquella crónica es
que su experiencia debe servir a la comunidad para establecer los sistemas de vigilancia que puedan evitar el regreso del mal, para tener previstos los protocolos de acción para el momento en que vuelva a estallar, y para lograr que los daños que pueda provocar sean menores. En, en suma, la Razón, lo que se está abriendo camino entre los carros blanqueados de cal que arrastran muertos por docenas.


La Medicina no hubiera sido nunca la que es si la plaga no hubiera determinado en algunos hombres el impulso a investigar en profundidad la cauística del Mal para a partir de ahí combatirlo... Nada más lejos de la tendencia altomedieval a ver en él la consecuencia de la voluntad de los cielos, designio inescrutable y al que, en el mejor de los casos, solo podemos aplacar con plegarias.



¿Qué sucede cuando la necesidad de combatir a la Muerte se convierte en sugestión y es la histeria la que termina desencadenando la tragedia? Desde Moliere -ver El enfermo imaginario- sabemos de la hipocondria, pero ¿qué sucede cuando la lógica de la prevención se apodera de las mentes y las prácticas cotidianas ya no hacen sino reflejar el miedo a algo inexistente? Este fenómeno colectivo es novedoso, y hablar de sociedades que viven profundamente sugestionadas por el miedo a cualquier tipo de contagio con los otros, sociedades opulentas, bien alimentadas y entregadas a la lógica de la profilaxis y la búsqueda neurótica de fármacos para todo. Pronto veremos colapsarse las Urgencias de los hospitales... Madres histéricas dejarán de enviar a los niños al colegio y acaso cierren las escuelas.



Cobra fuerza una vez más la teoría de la conspiración: "poderosos intereses farmacéuticos pretenden aterrorizar a todo el mundo para sacar tajada". Sea o no cierto, el miedo, como en la crisis económica, deja de ser una respuesta y se convierte en la verdadera causa del Mal, hasta el punto de que me pregunto si a partir de ahora -en vista del miedo colectivo- no tendremos que prepararnos cada año para morir con una nueva plaga. Los guionistas de The Simpsons lo reflejaron ingeniosamente: basta un pequeño apagón, o el efecto 2000 en cuatro ordenadores, o que al Presidente le entren arcadas en la tele para que el populacho enfebrecido se lance a arrasar y saquear comercios por las calles.








Milenarismo. Así llaman los historiadores al momento del Gran Miedo medieval. La nuestra podría muy bien ser la época de la Iatrogenia. Se define comunmente como el grupo de enfermedades desencadenadas por la intervención médica; serían, de alguna forma, enfermedades metaclínicas. Lejos de ser una cuestión lateral, como se cree, la iatrogenia puede muy bien ser un destino: iatrogenia de la histeria que considera que toda muerte es error médico y por tanto denunciable, iatrogenia del exceso medicamentoso, iatrogenia psíquica producida por el miedo a una plaga para la que no hay sistema inmunitario.