Tuesday, July 05, 2011












EL DISCUTIBLE ENCANTO DEL MAFIOSO








En Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Woody Allen parodia de manera especialmente encarnizada el cine de mafiosos italianos, que parecía una moda más o menos pasajera en aquellos años setenta en que apareció el libro de Allen, pero que ha terminado por convertirse en género, en el mismo sentido en que lo es el western.



El género es por definición una mistificación de un espacio histórico o social que, a partir de una base real, configura un imaginario cuyas claves se vuelven recurrentes hasta el punto de adiestrar al espectador, que las reconoce como si no constituyeran un artificio narrativo, como si fueran de alguna forma naturales. Pasa en las películas del Oeste con los duelos a tiros o con los ataques de los indios sobre las caravanas en círculo, y pasa en las películas de mafiosos, tan aficionadas a propagar una imagen ritualizada de las relaciones entre iniciados y a dejarse llevar por las hipérboles de una supuesta poética de la violencia donde llega un punto en que a uno le extraña que el italoamericano de turno no se líe a tiros con los espectadores de la sala. "Mendy secuestró a Gaetano, el hermano de Santucci, y se lo devolvió después en veintisiete potes de mermelada. Esta fue la señal para el inicio de un baño de sangre"... Así es el cine de mafiosos según la parodia de Woody Allen.







No es difícil encontrar las raíces culturales de este misterioso atractivo, especialmente en una sociedad como la norteamericana, constituida a partir de la hegemonía anglosajona y protestante. Los mafiosos parecen vivir atrapados en un lenguaje atávico, ese "vago rumor de la familia" en el que Hegel situaba el conflicto de Antígona y el inicio del drama de Occidente, cuyo discurrir histórico se gestará en la tensión entre los secretos intraducibles de lo privado y la luminosa publicidad de la ciudad. La Cosa Nostra atrae porque la rigurosa observancia del ritual por parte de los iniciados es irreductible a la lógica operacional de lo mercantil y lo burocrático, ese espacio gélido de la eficacia por el que transcurre tristemente la gris vida de cualquiera de tantos oficinistas, maestros o bedeles de hospital que, por las noches, soñamos con ser Vito Corleone.











Se explica muy bien en esa otra obra maestra del género, Uno de los nuestros, menos trágica y shakespeareana que la saga de El Padrino pero más dada a inmiscuirse en las profundidades del alma mafiosa. Henry Hill, protagonista interpretado por Ray Liotta, descubre desde muy pequeño que trabajar para los hampones del barrio es marcar la diferencia entre ser un tío listo y ser un perdedor y un fracasado, es decir, lo que son todos esos tipos que tienen que guardar cola en la panadería o mendigar un subsidio de paro. Lo que nos atrae de la vida que Henry adopta es que consigue aquello que, acaso sin darnos cuenta, todos deseamos: saltarnos las mediaciones. La vida de cualquiera de nosotros es una red infernal de trabas a la realización de lo que fantasea nuestro cerebro. No tememos que nuestros deseos no se realicen, eso somos capaces de soportarlo porque hace ya mucho que descubrimos que no somos dioses; lo que de verdad hace temblar nuestra integridad y nos precipita al abismo de la depresión es toda esa serie de trámites por los que habremos de pasar para gestionar correctamente nuestro bienestar. No se engañen, besos en la mejilla y juramentos de sangre siciliana aparte, lo que de verdad nos atrae de los mafiosos es que pueden saltarse las colas, los trámites y las excusas. El precio es que a veces aparecen en un congelador de carne colgados de un gancho o que van a la cárcel unos cuantos añitos. Es lo que tiene tomar atajos.









Viene a cuento la reflexión porque estoy acabando la primera temporada de Los soprano. No albergo ninguna duda respecto a la enorme calidad de la serie y, muy en especial, el carisma del logradísimo personaje central, Tony Soprano, magistralmente encarnado por James Gandolfini. La serie tiene el buen criterio de no dejarse llevar por ciertos toques de grandilocuencia -mal digeridos en muchas producciones debido a la obsesión por El Padrino-, hasta el punto de que por momentos uno diría que está más bien viendo un capítulo de Los Simpson. ¿La mejor producción televisiva de la historia? No, no lo creo, y además me pillan los fanáticos irredentos del sopranismo en mal momento porque he pasado los últimos meses con las cuatro temporadas de Mad men, y qué quieren que les diga, el mundo de Don Draper me parece más complejo, misterioso y sutil que el de Tony y su tumultuosa familia.



No acabo de saber en cualquier caso por qué el mundo de la mafia goza de tanto prestigio. Tengo un amigo que, sistemáticamente, desprecia cualquier película que no se centre en el mundo del crimen organizado, ya sean los italianos de Scorsese, los yakuza de Kitano o todo ese hatajo de psicópatas y frikis histéricos que llenan las películas de Tarantino. Lo que intento decir es que me hartan ya un poco este tipo de espectáculos del sadismo donde la vida parece que vale bien poquito. Uno tiene un mal día, le pega un tiro en las sienes al camarero porque no le ha servido el gin-tonic a su gusto, y todos a partirse de risa.







No sé, debe ser un trauma de la infancia, pero siempre me han molestado los que viven de explotar el miedo ajeno, que es a fin de cuentas de lo que viven estos tipos. Por otra parte, no estoy tan seguro de que los mafiosos del mundo real tengan el glamour que se les otorga en el cine. Los que yo he conocido son más de pegarle patadas entre varios a un tipo en el suelo que de asumir audaces desafíos solitarios. Se me ocurre entonces que podríamos desprender de una vez por todas a los mafiosos de la aureola de Marlon Brando e imbecilizarlos un poquito. Propogno una definición técnica para el asunto: mafiosa es toda forma de relación económica entre humanos que se salta los pasos previstos por la ley y usurpa al Estado el monopolio de la violencia. A partir de aquí juzguen ustedes cuántos mafiosos tienen en su entorno y probablemente se convenzan de que son numerosos, no se parecen en nada a Al Pacino y, por lo general, ni siquiera tienen gracia.


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