Monday, August 15, 2011


CARMEN

Carmen Montesinos Yáñez nació en la madrugada del 15 de agosto. Pesa tres kilos y seiscientos gramos. No soy capaz de encontrar palabras que describan lo indescriptible.


Friday, August 12, 2011












1. LA ESPERA. Hay personas que dirimen sus vidas en salas de espera. Pasa sobre todo con las mujeres viejas: ven pasar los días a la expectativa de algo por lo que tienen que alegrarse o condolerse, esperan que alguien las llame y las haga partícipes de acontecimientos en los que son otros los protagonistas. En las salas de espera el tiempo pasa despacio, pero ésta es una reflexión de hombre. El ser humano es el único animal para el que la inactividad constituye una fuente de angustia. Por eso esperamos, y por eso nos aburrimos, pero el hastío y la desesperación aparecen porque necesitamos estructurar el discurrir de la existencia. Por eso la gente echa mano continuamente del móvil, mira con ansiedad a ver si sale la enfermera o pasea hacia adelante y hacia atrás sin alejarse demasiado no sea que vaya a perderse algo.

Encontrar la fascinación de los momentos muertos. No me refiero a las vacaciones, si no a esos lugares -esos "no lugares", que diría Marc Auge- donde transcurren tantas vidas, esas que un sistema ultraproductivo y neurotizado por la eficiencia considera propias de "perdedores". Más que en esos lugares que no tienen lugar pienso en los tiempos muertos, no como en el baloncesto, donde tienen una repercusión decisiva sobre el juego, sino en esos que se pierden sin remedio, tiempos de espera, irredentos en cierto modo porque no nos pertenecen. Durante las esperas no hay nada que planificar, sería mejor limitarnos al placer de ver jugar a los niños, esos seres elegidos por los dioses porque no saben nada del tiempo y los otros virus con los que vivimos infectados los mayores. Entregarnos sin lucha a la inacción, no debemos descartar ese placer.


Si no entendemos esto es hipócrita seguir leyendo a los viejos maestros del pensamiento helenístico.





2. LONDON CALLING. No es Mayo del 68, desde luego, por más que algunas afinidades puedan alentar la confusión. Hay jóvenes encolerizados y hay disturbios. Los estudiantes de París percibían hace cuarenta años que el futuro se presentaba incierto y que no querían convertirse en los siervos que la sociedad proyectaba que fueran, cosa que acaso no está lejos de lo que, probablemente con más motivo, afecta a los jóvenes ahora. Por eso, como todos los grandes movimientos de emancipación de los años sesenta y setenta, fueron capaces de articular una propuesta de resistencia a partir de una visión ética del mundo. ¿Fracasaron? ¿Eran en el fondo unos hipócritas que sólo pretendían divertirse un poco antes de ocupar los cuadros de mando de la represión capitalista? Esto en realidad ya no importa demasiado: la cuestión es qué origina la insurrección y desde qué principios de pensamiento y acción se articula y extiende. Y ello sí nos sirve, pues nos permite comparar y discernir las cosas: los alborotadores de Londres y otras ciudades inglesas carecen de un proyecto porque no tienen un mapa moral.

Ingenuo limitarse a asentir a las amenazas de un Primer Ministro impotente o a los insultos que, como sucedió en los disturbios de hace un lustro en los banlieu de Paris, dedicó Sarkozy a la "canalla" que protagonizaba los disturbios. Ciertamente es difícil simpatizar con quienes queman los automóviles de sus vecinos o saquean tiendas, pero no he dicho que haya nada de ejemplar o de admirable en esta violencia ciega y sin sentido. Su valor, el que verdaderamente hemos de tener en cuenta, es el de "síntoma", y debemos saber diagnosticar el caso si no queremos quedar desorientados cuando el rumor de la baraúnda se acerque a nuestras haciendas.

Observemos los tumultos de los jóvenes británicos con los Mossos de Esquadra en Lloret de Mar por el cierre de las discotecas y tendremos la pista buena. ¿Conflictos raciales en Londres? Sí, pero el hooliganismo de Lloret es de turistas blancos. Son jóvenes que vienen a beber cerveza barata, lo cual supone un disturbio permanente que a veces estalla y desencadena una violencia que sorprende a quienes no han entendido que las "vacaciones" ya hace tiempo que dejaron de inspirarse en la busca del solaz y la relajación. La hipocresía de los dueños de los "locales de ocio" causa espanto: "esto no sucedería si nos dejaran cerrar más tarde".




Me sorprende que nadie efectúe esta relación, parece que ni siquiera en la propia UK, donde las fechorías de sus jóvenes pasan desapercibidas si se cometen fuera del territorio. (Se me ocurre pensar si Lloret no se ha convertido en la "zona franca" para que los jóvenes ingleses se desahoguen sacando al bárbaro que llevan dentro, lo que nos permite una divertida analogía con los desenfrenos de la segunda e incluso la tercera edad británica cada verano en Benidorm). Los de Lloret son blancos y los de Londres, mayoritariamente de origen africano, pero en ambos casos hablamos de jóvenes que promueven de forma grupal una violencia vandálica motivada por unas expectativas de consumo insatisfechas. En el caso londinense, se desea poder comprar tejanos y teléfonos móviles en los grandes almacenes; en el de los turistas de borrachera, que no les cierren los garitos antes del amanecer.

Hay un problema racial en los suburbios, desde luego, como lo hubo en el estallido de violencia que siguió a la muerte de Rodney King por la policía o en el de los banlieu de París. Pero no se trata de un movimiento de lucha por los derechos civiles. Estamos ante un ciclo nuevo de la protesta, un ciclo que se solapa con el del 15-M, con el cual sin embargo no debemos confundirlo, pues la corriente española se indigna por la pérdida de la iniciativa política popular y el totalitarismo silencioso de las élites, es decir, se ha instalado en una secuencia reivindicativa cuyas claves provienen del ciclo de emancipación y lucha por los derechos civiles de los años sesenta. Los actuales encrespados de Londres o de Lloret, como antes los de París, no reclaman ningún espacio público porque no se les ha enseñado que éste existe, no saben que tienen derecho a él y que deben reclamarlo.

Lo diré de una vez: estas explosiones de cólera, que en vez de mineros sindicados o de jóvenes reivindicativos parecen cosa de críos rabiosos, son el producto del desistimiento educacional de las sociedades contemporáneas. Tienen motivos muy serios para esta vocinglería, pero ellos lo desconocen. Como los niños en el cole cuando no está el profesor titular y llega un sustituto inexperto y apocado, la incapacidad de la autoridad para poner orden les anima a lanzarse a robar exámenes, tocar el culo a las compañeras o pegarle al empollón durante unas horas, eso que siempre les impiden hacer mientras la autoridad vigila, y que dejarán de hacer cuando se cansen o regrese el titular para asustarles... quedando a la espera de una nueva ocasión para el desorden. Esta insurrección no es "política", en todo caso es postpolítica, sus protagonistas no ven en eso a lo que llaman la Política más que otro espacio de poder con el que de ninguna manera pueden identificarse, cosa por la que no podrían pedirle cuentas, pues no han aprendido que su función es "representarles". Simplemente, no les han sabido enseñar por qué existe la política en democracia, y por tanto, tampoco entienden qué cosa es esa a la que llamamos "democracia", eso que está extendido por todas partes a veces a muy poco precio, como si hubiera sido fácil de conseguir, como si no valiera nada.





El personaje más odioso y nefasto de la Europa del último medio siglo, Margaret Thatcher, ascendió al poder con fuerza incontenible en la UK porque la clase media estaba harta de pagar impuestos, los cuales, supuestamente, sólo sirven para enriquecer a burócratas corruptos, alimentar a vagos y proteger a maleantes. El thatcherismo, inspirado en las teorías ultraliberales de Hayek y reforzado por las afinidades con el reaganismo en los USA, mostró el camino del desmantelamiento del estado social a los políticos de las décadas siguientes. "Privatizar", "externalizar", "eficacia en la gestión", "desburocratizar"... fueron los mantras de una época. Pero acabar con el estado del bienestar y las protecciones sociales no sale gratis, aunque al principio resulte barato.

Es patético ver al Primer Ministro pedir a las familias que eduquen mejor a sus hijos. Es como si nos pidiera a los ciudadanos que defendamos mejor nuestras propiedades, pues está claro que su policía, la cual pagamos todos, no es capaz de evitar que quemen nuestro automóviles y saqueen nuestra tienda. Sin duda David Cameron ignora que los padres no educan bien a sus hijos porque es la tribu entera la que ha dejado de creer en el valor de educar, porque ha dejado de creer que sea necesario cohesionar la sociedad en un proyecto de convivencia común, de ahí toda esa panoplia de la "multiculturalidad", eufemismo que esconde la renuncia a un valor tan decisivo del republicanismo moderno como es el de la integración. Los padres -negros o blancos- no pueden retener a sus hijos -muchos de ellos preadolescentes- porque cuando la sociedad desasiste las escuelas públicas y las convierte en simples centros de reclusión, entonces el los valores educacionales dejan de regir y el vector "civilizador" que resta ya es tan solo el consumo.

Es esa triste condición -la de consumidor- la que adiestra actualmente a los jóvenes. Cuando estos son "consumidores ineficaces", porque los medios para serlo se deterioran en una sociedad en pleno declive económico, entonces es cuestión de que haga un poco de calor, muchos efectivos de Scotland Yard estén de vacaciones y un policía se cargue a un chico negro para que la tormenta estalle con potencia incontenible. "Ellos se lo han buscado", he escuchado esta reflexión un par de veces en las últimas horas a vueltas con la herencia del reagan-thatcherismo en el contexto anglosajón. Me viene a la cabeza aquello de Clint Eastwood en Sin perdón: "Todos nos lo hemos buscado".









3. Hay algo que es vocacionalmente feo y turbio en el papismo actual.


Inútil insistir en el respeto que me inspiran las creencias, ya que los creyentes ortodoxos se niegan a entender de qué hablo cuando hablo de respeto. Y no se trata de tolerancia ni desprecio ni ironía... He compartido gran parte de mi vida con personas que iluminaban sus sombras -las que todos tenemos- desde una fe inconmovible en la trascendencia. Rezo junto a ellos -qué importa en qué templo y en honor a qué deidades- cuando se trata de infundirnos valor o de honrar a nuestros muertos. Admiro a quienes convierten su vida en una aventura porque su alma fue incendiada por una pasión -qué importa que fuera religiosa o profana-.

No encuentro nada de todo ello en este evento, tan empalagoso y tan viva la gente que produce vergüenza ajena. No merece la pena entrar en debate sobre lo que nos cuesta a todos que los católicos celebren su hegemonía y su influencia política, por más que no tengo ninguna duda de que eso justamente lo que pretenden los jerarcas de la Iglesia Católica con la organización de esta "Jornada Mundial de la Juventud".

Los creyentes, cuando se afirman en su supuesta euforia, en la positividad de una fe que dicen segura, y en la autoridad de sus jefes, me producen una mezcla de aburrimiento y lástima. En quien edificó los templos más grandiosos, en quien pintó la cena o esculpió la Piedad hay tormento y duda, el resquemor atormentado de un interrogante contra el gigantesco enigma de la existencia. De ello, en estos partys hechos para gente que vitorea a un tipo vestido de carnaval que dice que follar es pecado, sólo queda una sonrojante feria de souvenirs. Se me antoja que todo esto tiene un cierto aire a "día del orgullo". Salgamos del armario, contestemos con cantos de amor a los infieles que gritan contra la visita del Papa, exhibamos nuestra fe y gritemos que estamos orgullosos de ser lo que somos. "¡Benedicto, cómo mola, se merece una ola, uaaaaaaaahhhhh!"





Que la iglesia papista defienda sus parcelas de poder todo lo que haga falta, pero no sean ridículos, por amor de Dios.















Saturday, August 06, 2011








¿DÓNDE ESTÁN LOS NIÑOS?



Una de las primeras cosas que llama la atención cuando se viaja a naciones "tercermundistas" es la cantidad de niños que se ven por todas partes. Es muy característico por ejemplo del Mahgreb: uno llega a una aldea y te salen por todas partes para pedirte cosas, para mirarte, para enseñarte su camiseta del Madrid o que sepas que conocen a Iker Casillas. Corría agosto de 1997 en Rabat, con bastante menos calor de lo que la gente imagina, y una joven marroquí me relató que, al llegar al Puerto de Marsella para ir a estudiar a París, lo primero que le desconcertó era la ausencia de niños correteando por las calles. "¿Dónde están los niños?", preguntó, pero ningún francés le supo contestar, quizá porque tampoco entendieron la pregunta. Ese silencio le hizo entender por primera vez lo que significaba vivir en Europa.


A uno pueden gustarle más o menos los asuntos infantiles, pero con los niños se da una paradoja: suelen molestar, pero si desaparecen es que algo inquietante está pasando. Solemos creer que esos ancianos de zonas rurales que regalan casas y trabajos para que vengan familias tienen problemas emocionales y necesitan nietos, pero lo que en realidad pretenden es sentir, al precio que sea, que su propia decrepitud no es el final de todo lo que con enorme esfuerzo levantaron. Lo que intentan trayendo niños, a veces de países muy lejanos, es que el aire vuelva a poblarse con los rumores de cuando había vida, reabrir la vieja escuela de la que conservan un retrato en blanco y negro lleno de personas conocidas que ya han muerto... Volver en suma a intoxicarse, siquiera como espectadores, con todas las ilusiones y los dramas de la vida, como si ésta pudiera no acabarse con ellos, como si tanto haber arado el mundo hubiera por fin servido para algo. Se me ocurre que quien no teme ver morir su pueblo no llega nunca a entender esto.






No me gustan demasiado los niños, no creo entenderme especialmente bien con ellos. Mi profesión docente es vocacional -lo sé desde hace tiempo- pero prefiero que las personas recorran el mapa de la infancia en compañía de otros, al menos hasta ese momento tan incierto en que uno se asoma a las primeras luces de la condición adulta. Es entonces cuando aparezco yo en las vidas de mis alumnos, esa fase de la biografía en que uno tiene que darse cuenta de que las convicciones en las que ha vivido eran prestadas por otros, y que llega ese instante tan angustioso en que uno va a decidir qué va a hacer de su vida, qué clase de persona está dispuesto a ser.





Las miradas de desaprobación que uno recibe cuando dice estas cosas -más si tienes la mala suerte de ser mujer, condición muy poco recomendable cuando se trata de estos temas- incrementan su agresividad cuando resulta que vas a tener un hijo. ¿Por qué vas a ser padre si no quieres a los niños? Yo, dicho sea de paso, nunca he manifestado que no quiera a los niños, sólo que no me gustan. Me gustan los adultos, me fascina esa lucha por emerger en el cuerpo infantil del adulto que en el niño se prepara.

No se entienda que, reivindicando el fin de la infancia, estoy recuperando en realidad los valores más atorrantes y reaccionarios que me transmitieron a mí en la escuela aquellos señores tan peculiares con sotana. No, los sistemas educativos represivos sólo pretenden estrangular el componente indómito del infante para preparar en él la larga serie de claudicaciones que le convertirán en lo que ellos llaman un "sujeto responsable", es decir, en un siervo. Lo que a mí me interesa del final de la infancia es que con él se inicia el verdadero drama de la existencia humana, cuando ya no es aceptable seguir posponiendo la exigencia de tomar las propias decisiones y asumir los propios valores, unos valores que, probablemente, serán distintos -e incluso contrarios- a los que a uno le han transmitido.






Así son las cosas, así han sido siempre. Por eso me preocupa lo que estamos haciendo con los niños. Tenemos la petulancia de creer que los estamos educando mejor de lo que nunca se ha hecho, pero yo advierto que estamos preparando una generación de sujetos dependientes, irresponsables e irresolutos. Haciéndonos la cuenta de que los protegemos contra toda suerte de males, les impedimos que aprendan por sí mismos que la vida mancha, convirtiéndolos así en unos seres inmunodeficientes. Nos hemos fabricado una imagen ideal de la infancia y hemos decidido -con un talante tiránico acaso mayor que el de nuestros represivos y victorianos padres y abuelos- que nuestros niños permanezcan eternamente recluidos en ella. Al mismo tiempo, pese a lo mucho que decimos amarlos, hemos construido para las nuevas generaciones un inhóspito entorno de paro y precariedad, como para convencerlos de que nunca por sí mismos tendrán una vida tan plácida como la que nosotros les dimos. Qué absurdo, ¿verdad?


Voy a ser padre por primera vez en apenas unos días. Podría convencerme a mí mismo diciéndome cualquiera de esas fruslerías tan socorridas que aparecen cuando uno se pregunta por qué va a tener un hijo, pero la verdad es que no sé decir cuál es mi razón. Sé lo que todo el mundo me dice respecto a las maravillas de la maternidad y a lo inigualable de todas esas sensaciones que supuestamente se aproximan. Yo sólo soy capaz de preguntarme, como tantas otras veces en que se me ha venido encima una tormenta, si voy a estar a la altura.


Mientras espero que la enfermera nos llame para el tocólogo, me sobreviene una pregunta un poco tonta: ¿cómo será la España que conocerá mi hija? Mientras tomo estas notas improvisadas
observo a dos mujeres musulmanas. También están cerca del parto y llevan un par de críos alrededor cada una. Alborotan, gritan, ríen, se ponen de pie sobre las sillas... Se me ocurre que son estos los niños por los que preguntó la estudiante marroquí cuando llegó al Puerto de Marsella.