Friday, August 12, 2011












1. LA ESPERA. Hay personas que dirimen sus vidas en salas de espera. Pasa sobre todo con las mujeres viejas: ven pasar los días a la expectativa de algo por lo que tienen que alegrarse o condolerse, esperan que alguien las llame y las haga partícipes de acontecimientos en los que son otros los protagonistas. En las salas de espera el tiempo pasa despacio, pero ésta es una reflexión de hombre. El ser humano es el único animal para el que la inactividad constituye una fuente de angustia. Por eso esperamos, y por eso nos aburrimos, pero el hastío y la desesperación aparecen porque necesitamos estructurar el discurrir de la existencia. Por eso la gente echa mano continuamente del móvil, mira con ansiedad a ver si sale la enfermera o pasea hacia adelante y hacia atrás sin alejarse demasiado no sea que vaya a perderse algo.

Encontrar la fascinación de los momentos muertos. No me refiero a las vacaciones, si no a esos lugares -esos "no lugares", que diría Marc Auge- donde transcurren tantas vidas, esas que un sistema ultraproductivo y neurotizado por la eficiencia considera propias de "perdedores". Más que en esos lugares que no tienen lugar pienso en los tiempos muertos, no como en el baloncesto, donde tienen una repercusión decisiva sobre el juego, sino en esos que se pierden sin remedio, tiempos de espera, irredentos en cierto modo porque no nos pertenecen. Durante las esperas no hay nada que planificar, sería mejor limitarnos al placer de ver jugar a los niños, esos seres elegidos por los dioses porque no saben nada del tiempo y los otros virus con los que vivimos infectados los mayores. Entregarnos sin lucha a la inacción, no debemos descartar ese placer.


Si no entendemos esto es hipócrita seguir leyendo a los viejos maestros del pensamiento helenístico.





2. LONDON CALLING. No es Mayo del 68, desde luego, por más que algunas afinidades puedan alentar la confusión. Hay jóvenes encolerizados y hay disturbios. Los estudiantes de París percibían hace cuarenta años que el futuro se presentaba incierto y que no querían convertirse en los siervos que la sociedad proyectaba que fueran, cosa que acaso no está lejos de lo que, probablemente con más motivo, afecta a los jóvenes ahora. Por eso, como todos los grandes movimientos de emancipación de los años sesenta y setenta, fueron capaces de articular una propuesta de resistencia a partir de una visión ética del mundo. ¿Fracasaron? ¿Eran en el fondo unos hipócritas que sólo pretendían divertirse un poco antes de ocupar los cuadros de mando de la represión capitalista? Esto en realidad ya no importa demasiado: la cuestión es qué origina la insurrección y desde qué principios de pensamiento y acción se articula y extiende. Y ello sí nos sirve, pues nos permite comparar y discernir las cosas: los alborotadores de Londres y otras ciudades inglesas carecen de un proyecto porque no tienen un mapa moral.

Ingenuo limitarse a asentir a las amenazas de un Primer Ministro impotente o a los insultos que, como sucedió en los disturbios de hace un lustro en los banlieu de Paris, dedicó Sarkozy a la "canalla" que protagonizaba los disturbios. Ciertamente es difícil simpatizar con quienes queman los automóviles de sus vecinos o saquean tiendas, pero no he dicho que haya nada de ejemplar o de admirable en esta violencia ciega y sin sentido. Su valor, el que verdaderamente hemos de tener en cuenta, es el de "síntoma", y debemos saber diagnosticar el caso si no queremos quedar desorientados cuando el rumor de la baraúnda se acerque a nuestras haciendas.

Observemos los tumultos de los jóvenes británicos con los Mossos de Esquadra en Lloret de Mar por el cierre de las discotecas y tendremos la pista buena. ¿Conflictos raciales en Londres? Sí, pero el hooliganismo de Lloret es de turistas blancos. Son jóvenes que vienen a beber cerveza barata, lo cual supone un disturbio permanente que a veces estalla y desencadena una violencia que sorprende a quienes no han entendido que las "vacaciones" ya hace tiempo que dejaron de inspirarse en la busca del solaz y la relajación. La hipocresía de los dueños de los "locales de ocio" causa espanto: "esto no sucedería si nos dejaran cerrar más tarde".




Me sorprende que nadie efectúe esta relación, parece que ni siquiera en la propia UK, donde las fechorías de sus jóvenes pasan desapercibidas si se cometen fuera del territorio. (Se me ocurre pensar si Lloret no se ha convertido en la "zona franca" para que los jóvenes ingleses se desahoguen sacando al bárbaro que llevan dentro, lo que nos permite una divertida analogía con los desenfrenos de la segunda e incluso la tercera edad británica cada verano en Benidorm). Los de Lloret son blancos y los de Londres, mayoritariamente de origen africano, pero en ambos casos hablamos de jóvenes que promueven de forma grupal una violencia vandálica motivada por unas expectativas de consumo insatisfechas. En el caso londinense, se desea poder comprar tejanos y teléfonos móviles en los grandes almacenes; en el de los turistas de borrachera, que no les cierren los garitos antes del amanecer.

Hay un problema racial en los suburbios, desde luego, como lo hubo en el estallido de violencia que siguió a la muerte de Rodney King por la policía o en el de los banlieu de París. Pero no se trata de un movimiento de lucha por los derechos civiles. Estamos ante un ciclo nuevo de la protesta, un ciclo que se solapa con el del 15-M, con el cual sin embargo no debemos confundirlo, pues la corriente española se indigna por la pérdida de la iniciativa política popular y el totalitarismo silencioso de las élites, es decir, se ha instalado en una secuencia reivindicativa cuyas claves provienen del ciclo de emancipación y lucha por los derechos civiles de los años sesenta. Los actuales encrespados de Londres o de Lloret, como antes los de París, no reclaman ningún espacio público porque no se les ha enseñado que éste existe, no saben que tienen derecho a él y que deben reclamarlo.

Lo diré de una vez: estas explosiones de cólera, que en vez de mineros sindicados o de jóvenes reivindicativos parecen cosa de críos rabiosos, son el producto del desistimiento educacional de las sociedades contemporáneas. Tienen motivos muy serios para esta vocinglería, pero ellos lo desconocen. Como los niños en el cole cuando no está el profesor titular y llega un sustituto inexperto y apocado, la incapacidad de la autoridad para poner orden les anima a lanzarse a robar exámenes, tocar el culo a las compañeras o pegarle al empollón durante unas horas, eso que siempre les impiden hacer mientras la autoridad vigila, y que dejarán de hacer cuando se cansen o regrese el titular para asustarles... quedando a la espera de una nueva ocasión para el desorden. Esta insurrección no es "política", en todo caso es postpolítica, sus protagonistas no ven en eso a lo que llaman la Política más que otro espacio de poder con el que de ninguna manera pueden identificarse, cosa por la que no podrían pedirle cuentas, pues no han aprendido que su función es "representarles". Simplemente, no les han sabido enseñar por qué existe la política en democracia, y por tanto, tampoco entienden qué cosa es esa a la que llamamos "democracia", eso que está extendido por todas partes a veces a muy poco precio, como si hubiera sido fácil de conseguir, como si no valiera nada.





El personaje más odioso y nefasto de la Europa del último medio siglo, Margaret Thatcher, ascendió al poder con fuerza incontenible en la UK porque la clase media estaba harta de pagar impuestos, los cuales, supuestamente, sólo sirven para enriquecer a burócratas corruptos, alimentar a vagos y proteger a maleantes. El thatcherismo, inspirado en las teorías ultraliberales de Hayek y reforzado por las afinidades con el reaganismo en los USA, mostró el camino del desmantelamiento del estado social a los políticos de las décadas siguientes. "Privatizar", "externalizar", "eficacia en la gestión", "desburocratizar"... fueron los mantras de una época. Pero acabar con el estado del bienestar y las protecciones sociales no sale gratis, aunque al principio resulte barato.

Es patético ver al Primer Ministro pedir a las familias que eduquen mejor a sus hijos. Es como si nos pidiera a los ciudadanos que defendamos mejor nuestras propiedades, pues está claro que su policía, la cual pagamos todos, no es capaz de evitar que quemen nuestro automóviles y saqueen nuestra tienda. Sin duda David Cameron ignora que los padres no educan bien a sus hijos porque es la tribu entera la que ha dejado de creer en el valor de educar, porque ha dejado de creer que sea necesario cohesionar la sociedad en un proyecto de convivencia común, de ahí toda esa panoplia de la "multiculturalidad", eufemismo que esconde la renuncia a un valor tan decisivo del republicanismo moderno como es el de la integración. Los padres -negros o blancos- no pueden retener a sus hijos -muchos de ellos preadolescentes- porque cuando la sociedad desasiste las escuelas públicas y las convierte en simples centros de reclusión, entonces el los valores educacionales dejan de regir y el vector "civilizador" que resta ya es tan solo el consumo.

Es esa triste condición -la de consumidor- la que adiestra actualmente a los jóvenes. Cuando estos son "consumidores ineficaces", porque los medios para serlo se deterioran en una sociedad en pleno declive económico, entonces es cuestión de que haga un poco de calor, muchos efectivos de Scotland Yard estén de vacaciones y un policía se cargue a un chico negro para que la tormenta estalle con potencia incontenible. "Ellos se lo han buscado", he escuchado esta reflexión un par de veces en las últimas horas a vueltas con la herencia del reagan-thatcherismo en el contexto anglosajón. Me viene a la cabeza aquello de Clint Eastwood en Sin perdón: "Todos nos lo hemos buscado".









3. Hay algo que es vocacionalmente feo y turbio en el papismo actual.


Inútil insistir en el respeto que me inspiran las creencias, ya que los creyentes ortodoxos se niegan a entender de qué hablo cuando hablo de respeto. Y no se trata de tolerancia ni desprecio ni ironía... He compartido gran parte de mi vida con personas que iluminaban sus sombras -las que todos tenemos- desde una fe inconmovible en la trascendencia. Rezo junto a ellos -qué importa en qué templo y en honor a qué deidades- cuando se trata de infundirnos valor o de honrar a nuestros muertos. Admiro a quienes convierten su vida en una aventura porque su alma fue incendiada por una pasión -qué importa que fuera religiosa o profana-.

No encuentro nada de todo ello en este evento, tan empalagoso y tan viva la gente que produce vergüenza ajena. No merece la pena entrar en debate sobre lo que nos cuesta a todos que los católicos celebren su hegemonía y su influencia política, por más que no tengo ninguna duda de que eso justamente lo que pretenden los jerarcas de la Iglesia Católica con la organización de esta "Jornada Mundial de la Juventud".

Los creyentes, cuando se afirman en su supuesta euforia, en la positividad de una fe que dicen segura, y en la autoridad de sus jefes, me producen una mezcla de aburrimiento y lástima. En quien edificó los templos más grandiosos, en quien pintó la cena o esculpió la Piedad hay tormento y duda, el resquemor atormentado de un interrogante contra el gigantesco enigma de la existencia. De ello, en estos partys hechos para gente que vitorea a un tipo vestido de carnaval que dice que follar es pecado, sólo queda una sonrojante feria de souvenirs. Se me antoja que todo esto tiene un cierto aire a "día del orgullo". Salgamos del armario, contestemos con cantos de amor a los infieles que gritan contra la visita del Papa, exhibamos nuestra fe y gritemos que estamos orgullosos de ser lo que somos. "¡Benedicto, cómo mola, se merece una ola, uaaaaaaaahhhhh!"





Que la iglesia papista defienda sus parcelas de poder todo lo que haga falta, pero no sean ridículos, por amor de Dios.















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