Thursday, May 30, 2013





LAS CIENCIAS Y LAS ARTES

Cuando Jean-Jacques Rousseau publicó el Discurso sobre las ciencias y las artes y el Discurso sobre la desigualdad entre los hombres se dio inicio a una polémica que encontró en los aires de la Ilustración el ambiente ideal para surgir, pero que ha tenido recorrido mucho más allá del setecientos, hasta el punto de que en nuestro tiempo continua siendo un debate recurrente. Afirma Rousseau con insistentes ejemplos que el explosivo desarrollo del conocimiento científico en su era iba aparejado de una brutal erosión de valores morales. Partiendo del supuesto  de que los hombres tendemos naturalmente a vivir en paz con nuestros vecinos y que no tenemos siquiera propensión a la rapiña -el salvaje no ha sido adiestrado en el deseo de apropiación-, Rousseau concluye en que es la civilización la que ha borrado o distorsionado las virtudes humanas, convirtiéndonos en seres egocéntricos, agresivos e hipócritas. 

La contestación de Voltaire fue durísima. Para el autor de Cándido, la obsesión rousseauniana por asociar la corrupción de las costumbres al desarrollo de la civilización y el progreso científico no hace sino trabar la búsqueda de soluciones a nuestros problemas:  "Si" -cito de memoria- "renunciamos al conocimiento, entonces no sólo seguiremos teniendo la moralidad, le estaremos añadiendo la ignorancia". 

No estoy seguro de que siempre se haya interpretado correctamente a Rousseau. Más que reivindicar al buen salvaje, lo que sospecho que pretende el ginebrino es advertirnos que sin un un sólido contrapeso ético, las sociedades, entregadas a la fe en el conocimiento científico y sus aplicaciones técnicas por un lado, y, por el otro, al refinamiento de los modales propio de las comunidades civilizadas, corren el peligro de conducirnos a todos al abismo. Experiencias posteriores a Rousseau como la supermuerte de las guerras mundiales y los campos de exterminio, o la catástrofe ecológica, otorgan a los textos de este formidable pensador un valor casi profético. Y sin embargo Voltaire tiene razón. Si creemos que nada es peor que el iluminismo de quienes afirman que sólo sabiduría y bienestar pueden derivarse de la empresa científico-técnica, podríamos toparnos con quienes advierten que la corrupción guía por sistema los esfuerzos del conocimiento. 

Y ya conocemos los mantras del anticientifismo. Si un licenciado nos prescribe un medicamento -igual da un anticatarral que un ansiolítico- lo que se detecta el hostil vocacional es una praxis perversa en la que se adiestra a los médicos desde que llegaron a la universidad. Detrás de toda esta suerte de venenos y placebos con inquietantes efectos secundarios y nula eficacia curativa están las grandes corporaciones, colosales camellos dedicados a un tráfico de estupefacientes con curso legal. Añadamos a este discurso la tecnología atroz del armamento más sofisticado, cuyo comercio crea fortunas desmesuradas. Añadamos los desastres medioambientales generados por la industria, la erosión de los lazos comunitarios que provocan la televisión e internet, la tragedia diaria de las carreteras... Me vienen a la memoria los estudios de Ivan Illich sobre la yatrogénesis, en las que cree demostrar que un tanto por ciento sorprendentemente elevado de las enfermedades son contraídas a consecuencia de los protocolos de hospitalización y la aplicación de tratamientos convencionalmente admitida, lo cual supone admitir la sospecha de que la praxis médica puede llegar a ser un agente tan patógeno como el cáncer. 

No me parecen de principio a fin descabelladas todas estas afirmaciones. El problema es que, asumidas de forma dogmática, terminan convirtiéndose en desesperanzadas y frustrantes enmiendas a la totalidad, y lo peor es que tienden a asumirse de esa manera, como si descubrir que los procedimientos científico-tecnológicos son falibles y que los psiquiatras a veces nos recetan placebos condujera necesariamente a la certeza de que sólo tienen valor las terapias naturales, sean hierbas, formas de meditación de inspiración orientalista, implantación de manos o curanderismo. 

La ciencia se equivoca, y no tengo ninguna duda de que, como otros ámbitos, sus vínculos con las oligarquías económicas del planeta son estrechos y peligrosos. Lo que pasa es que no tenemos otra cosa: el conocimiento atravesado por el rigor metodológico y la validación experimental son el escudo del que disponemos para defendernos de un mundo inhóspito. Se me ocurre pensar que si estuviéramos en la prehistoria yo ya habría muerto de viejo, suponiendo que no me hubiera chafado antes un mamut o me hubieran asesinado con un garrote y a continuación devorado unos tipos de una tribu rival.  Me viene a la memoria cierta frase de Savater con una clarividencia imponente: "prefiero tener un ataque de apendicitis hoy que en el siglo XVII. 

Seguramente algunas personas piensan que la quimioterapia es un sistema terrorífico que destruye a los pacientes, pero me parece bastante ridículo afirmar que "todas las enfermedades -incluso el cáncer- son psicosomáticas", que es como decir que si el paciente no tiene limpia la sesera entonces de nada sirve meterle antitumorales en el cuerpo. El problema del cáncer, como el de las psicopatologías, es que los científicos no saben tanto como para disponer de tratamientos con éxito garantizado...no disponen aún, claro. Investigadores esforzados y, en muchos casos, heroicos sustituyeron la bomba de cobalto por la quimio; otros por el estilo han ido mejorando la eficacia de los retrovirales contra el SIDA. Es cierto que científicos inventaron las minas antipersona, pero, aparte de que son los estados los que después deciden emplearlas, son también científicos los que consiguen que no muramos después de que nos explote una bomba bajo los zapatos. 

Los hospitales, los departamentos de investigación, las aulas escolares están llenas de personas que intentan denodadamente mejorar nuestras posibilidades de llegar a viejos con una salud razonable, lo cual tendría mucho de milagro de no ser porque se trata de la única diosa que merece ser adorada: la Razón. Algunas personas insisten en que para que un médico te atienda durante seis minutos o para que la Universidad se limite a expedir títulos como una simple máquina burocrática, mejor sería dejar que se desmoronaran los hospitales y los centros de enseñanza públicos. Éste es el único error que no podemos permitirnos porque nos va la vida en ello. Como sin duda diría Voltaire, si porque la praxis médica o académica es insatisfactoria renunciamos a defender los establecimientos públicos, entonces daremos a los reaccionarios la justificación que necesitan para convertir la destrucción de los bienes públicos en una necesidad ética. Que la chusma que habita la caverna defienda cosas atroces no ha de sorprenderme, pero que personas bien intencionadas y preocupadas por la justicia social ayuden a legitimar las políticas más odiosas de los neoliberales, eso sí resulta descorazonador. Soy muy del XVIII, pero estoy mucho más cerca de Voltaire que de Rousseau, qué vamos a hacerle...

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