Saturday, March 22, 2014

ALGUNAS RAZONES PARA AMAR THE WIRE



En las próximas horas veré el último capítulo de la serie The wire. Han sido muchos años juntos como para ahora guardar silencio ante el final, una última hora y media que espero con cierta inquietud, persuadido de que no me va a gustar el fin que los guionistas decidieron deparar a los personajes fundamentales. No es que no acertaran, es que sospecho que sí lo hicieron, es decir, que McNulty, Lester, Kimma o Michael van a encontrar el desenlace que vienen buscándose desde que se inició este prodigioso relato. Es eso justamente lo que temo, comprobar una vez más que los cuentos para adultos no acaban como el Capitán Trueno, pero es que The wire es de verdad, y ésta tiene muy mala hostia. 


Hace cerca de una década El País Semanal señaló que llegaba la mejor serie de la historia. Parecía temeraria esta valoración, pues en aquel tiempo ya existía Los Soprano, y además estaba en preparación Mad Men. Tampoco iban desencaminados, estos tres relatos forman el horizonte de la excelencia en materia de sagas televisivas. Da igual cuál nos guste más de las tres, son algo así como la Capilla Sixtina del medio televisivo, se imitarán y dejarán huella indeleble, pero no serán superadas.


Empecé a ver The wire porque Carlos Boyero dijo que era grandiosa, y le he leído también en varias ocasiones que le gustaría estar en la piel de aquellos que, como yo en estas horas, aún les faltan capítulos por ver. Acepto lo primero, The wire es única, su manera de entender el telerrelato no tiene precedentes, y así es hasta el punto de que, hace unos días, en el estreno de El lobo de Wall Street, presentí lo mucho que había cambiado mi mentalidad como espectador en los últimos años. Dicho de otra forma, no pudo seducirme esta vez Scorsese porque mi sensibilidad se ha habituado a The wire, cuya música suena tan distinta, cuyo paisaje y cuyo sentido del tiempo vive en derroteros tan alejados de ese espectáculo chirriante, histriónico y acelerado que nos ofrece el film sobre los tiburones financieros. En The wire no hay una sola concesión  a la obscenidad, no hay pornografía, hay una terrible violencia que se resuda en cada diálogo, en cada mirada, pero de ella nada saben quienes esperan ver desfilar tetas, descapotables y rayas de coca. De lo que no estoy tan seguro es de que lo idóneo sea estar en mi piel. Debo confesarles lo enormemente desazonado que he salido de algunos capítulos. No es un placer ver esta serie, diga Boyero lo que diga, lo que sí sé es que uno es más sabio después de verla.


El primer error que debemos evitar es creer que estamos ante cine trasladado al formato televisivo, como se sospecha cuando escuchamos aquello de "cada capítulo es una película". No es cierto, lo cual explica por qué Javier Marías no entendió el episodio que tuvo a bien poner a parir en una de sus columnas tras ceder a los repetidos consejos de un amigo en favor de la serie. (A veces pienso que es de cándidos pretender que algunos amigos compartan lo que amas. Más que sensibilidad para amar lo que necesitan es un esfuerzo como el que tú hiciste, y a eso no suelen estar dispuestos, les molesta en el fondo que tú seas feliz con ese objeto amado y exigen sentirse como tú ipso-facto, sin el trabajo que tú hiciste) Pues bien, estamos ante un relato-río, es una serie, tiene que ser vista al completo, disciplinadamente, es un relato posible sólo en la medida en que se adecúa al formato televisivo de la ficción por capítulos. Como en toda buena novela por entregas, los personajes mutan y, con ellos, la relación de fuerzas que va constituyendo el trasfondo desde el que se suceden los acontecimientos. Esto, como sabe cualquier buen cocinero, supone que el guiso requiere cocción lenta, que las esencias sólo se despertarán y las reacciones químicas sólo alcanzaran su momento idóneo cuando estén el suficiente tiempo en el fogón, no antes.


¿Y qué es todo eso que aprendemos tras cinco años viendo a Jimmy McNulty cometiendo imprudencias, desafiando la autoridad de sus gerifaltes, bebiendo bourbon y destruyendo su vida y las de sus allegados? Lo primero es que la vida se parece más a una novela de Kafka que lo que nos informan los relatos de masas. En las series de consumo multitudinario, en especial las del género policíaco, el mal es derrotado de forma concluyente porque siempre se sabe dónde localizarlo, de igual manera que también sabemos dónde están los buenos, los cuales acabarán triunfando porque Dios disfrazado de guionista cutre se encargará de disponer las cosas para que el orden más tranquilizador para el espectador resplandezca al final del capítulo. Aquí, la persecución institucional del delito es entrecortada y más neurótica que racional, requiere esfuerzos silenciosos e ingratos y mucha destreza, pero a la vez depende a menudo de golpes de rabia y pulsiones incontrolables, y es, sobre todo, lenta y farragosa. Además, nunca sabemos si el enemigo es siempre el que está vendiendo droga en las esquinas, a veces es en esas calles donde el policía debe tramar sus alianzas, y en el departamento de homicidios o en las dependencias del ayuntamiento donde le buscarán la ruina. La ciudad de Baltimore, marcada para siempre en la vida real por la serie de la HBO, se dibuja ante nosotros como un gran laberinto, el laberinto mismo de la existencia. 


En The Wire el bien y el mal existen, como en la vida, pero son poliédricos. En el devenir cotidiano, y más en una ciudad tan desatendida e infortunada como Baltimore, a unos les toca ser policías y a otros ladrones, pero es difícil sentirse cerca de McNulty o del alcalde Carcetti,  y, de igual manera que hampones como Stringer Bell, Snoop o Marlo sólo parecen asesinos despiadados, otros criados en ese mismo paisaje de criminales a la fuerza conquistan una misteriosa simpatía, como Di Angelo, Babbs, Michael y, muy especialmente, Omar Little, uno de los personajes más logrados y enigmáticos que he conocido. Todo es pues ambiguo e intrincado en este paisaje urbano del que Dios parece haber huido, como muchos otros de esa nación de contrastes que es EEUU.

Otra conclusión: estamos bien jodidos, el delito, el de guante blanco y el "con intimidación", forman parte del sistema en sus distintos ámbitos. La trampa y la violencia te permiten sobrevivir en las esquinas, dominadas por el menudeo del narcotráfico, pero también los muelles y los sindicatos marineros son territorios abonados para la extorsión, la política está repleta de corruptos que juegan a muerte por el poder, la escuela pública es un reducto para vigilar futuros delincuentes y sobre la cual los políticos se orinan, los periódicos son capaces de interesarse por los menesterosos sólo porque hay un supuesto asesino en serie que mata vagabundos...


La exclusión social es un referente de la política y la sociología, pero aquí la entendemos sólo en la medida en que la insertamos dentro de un relato y no de un discurso edificante como los de esos políticos de doble filo que aparecen sobre todo en las últimas temporadas de la serie. El arrinconamiento de los desgraciados, esos tipos cuyos cadáveres se congelan en invierno o aparecen muchos meses después en los sótanos de las casas abandonadas, se convierte en una práctica socialmente asimilada, no ya por la maldad intrínseca al mundo de la delincuencia, sino como parte de un escenario social donde la solidaridad es un valor débil y se impone el "sálvese quien pueda".

En este sentido quedará para siempre en mi memoria la desazón por la suerte de los chicos que protagonizaron la cuarta temporada, calificada como la más dickensiana de las cinco, donde recorremos la parte más decisiva de la biografía de un grupo de adolescentes negros de los bajos fondos. No desvelaré el destino de cada uno de ellos, es bastante dispar y en cualquier caso no escribo para hacer de spoiler, pero ahora que este majestuoso relato se acerca a su final, un final sin ninguna duda abierto, se define en mí más que nunca la certidumbre de que las clases desfavorecidas están condenadas... también en las tierras de la supuesta opulencia. 

The wire, un producto acaso imposible en épocas sosegadas, una obra maestra que nos ayuda a entender un mundo en crisis.

Saturday, March 15, 2014

ROUCO O BERGOGLIO




 Hace tanto tiempo que venimos quejándonos del espíritu reaccionario que domina la Iglesia Católica que la sustitución de Rouco Varela debería como mínimo suscitarnos el alivio. Rouco es un reaccionario, encarna los valores patriarcalistas y represivos que permiten asociar al alto clero con la extrema derecha, ergo su desaparición es una feliz noticia. Respecto a si sustituto respira los aires nuevos que parecen llegar del Vaticano no dispongo de noticias concluyentes, pero todo hace pensar que así es, pues lo que no se cuestiona es que a su antecesor no le cuadraba en Roma un "progresista" como Bergoglio. 

¿Y el propio Papa Francisco? ¿Es el hombre que parece ser? Acaso no sea ésta la pregunta, mejor será preguntarse si su llegada al Trono de Pedro forma parte de un proyecto realmente serio de renovación. Si observamos la trayectoria de la institución en nuestro país durante el último cuarto de siglo el panorama es poco esperanzador. El proceso histórico que pobló las sacristías en un tiempo de jóvenes con mentalidad obrerista y pro-democrática se revela hoy como un fenómeno coyuntural e intransitivo, de aquello quedó apenas nada. La Iglesia española, si atendemos a las actitudes que predominan entre sus jerarcas, no se conforma con mantener su hostilidad hacia la libertad de las mujeres, los anticonceptivos o el polimorfismo familiar, lo realmente irritante es la naturalidad con la que se aleja del mensaje evangélico a la hora de alinearse con la oligarquía económica y entregar su fidelidad sin ambages a las fuerzas políticas que encarnan los valores de la desigualdad y la brecha social. Sonroja la evidencia de que sus colegios, pagados con el dinero de todos, constituyen un reducto para preservar a las clases medias y altas del contagio de menesterosos e inmigrantes. En este sentido organizaciones con tan mala fama como el Opus Dei no son una anomalía dentro de la trama eclesiástica católica, son más bien su horizonte, su referente moral. Wojtyla y Ratzinger lo tuvieron muy claro, por eso el episcopado español fue inmensamente feliz durante sus reinados. 

Ridículo negar que con Bergoglio se advierte un cambio de ciclo. ¿Supone su irrupción en la escena el retorno del espíritu del Concilio Vaticano II? Dicho de otra forma, ¿encarna el jesuita una nueva tentativa de tener un Papa como Juan XXIII? Tengo mis dudas, pese a la contundencia que exhibe el Santo Padre en sus intervenciones públicas, que en nada recuerdan a las de sus predecesores, en especial Juan Pablo II, causante de una involución histórica de proporciones colosales en el espíritu de la Iglesia y de quien, a estas alturas, ya podemos decir que se puso ese nombre precisamente para esconder la intención de alejarse absolutamente tanto de Juan como de Pablo. 

No sé, me cuesta no ser escéptico con este asunto. Predije -y acerté- que la fumata blanca saldría de la chimenea de la Sixtina para proclamar un Papa de Hispanoamérica, donde se halla el mayor granero mundial de adhesiones para el catolicismo, un granero ahora seriamente amenazado ante la vertiginosa infección de credos de origen protestante desde México hasta el cono Sur. No es censurable que la institución plante batalla a sus competidores en el mercado del espíritu -es a fin de cuentas de lo que viven curas y monjas-, lo que me pregunto es si en la elección de Bergoglio hay algo más que un reposicionamiento estratégico o, si se me entiende mejor, la respuesta de la jerarquía al miedo a que la empresa vaya a la quiebra. Sea o no sincero en los cardenales que se reunieron en la Sixtina el propósito de volver a la "Iglesia del Pueblo", lo que no puede mantenerse durante mucho tiempo en un mundo como el nuestro es un proyecto ecuménico con planteamientos tan ridículamente obsoletos como los que suscriben los obispos españoles.

Temo que sea demasiado tarde. No soy creyente, bien lo sabe Dios, pero estoy muy lejos de considerar que al mundo le iría mejor sin la fe. Sospecho que el desierto moral que han dejado tras de sí un cuarto de siglo de hipocresía y de afinidad con el mundo del capital puede pasarle factura a quien, como Bergoglio, plantea sinceramente la necesidad de una profunda reforma. Acaso en esto consista la posmodernidad de la que tampoco se libra el Vaticano: simular la revolución cuando esta ya pasó de largo. Entre los años sesenta y setenta tuvieron la oportunidad de sumarse a una corriente de renovación de las costumbres que ha transformado en profundidad los mapas morales en muy poco tiempo. Terminaron perdiéndola, el tren ya pasó, lo que tenía que cambiar en nuestras vidas ya ha cambiado, la sociedad lo ha hecho sin la Iglesia y a ésta le ha pillado el toro, de ahí esa sensación general de que ser joven y hacer caso a un sacerdote equivale a ser un débil o un enfermo. Es, a fin de cuentas, lo que Nietzsche ya profetizó: llegará el día en que sólo acudan al confesionario los inútiles.  Es tarde, me temo, prefiero a Bergoglio que al polaco, pero eso no cambia lo esencial: como la revolución ha pasado de largo, la Iglesia ya sólo puede simularla. 


Pero el destino guarda una ironía cruel para quienes se apresuren a felicitarse por esta derrota: el tiempo podría haber pasado igualmente para su viejo enemigo, el laicismo. Para éste es también tarde si advertimos que las majaderías de Dan Brown han hecho más mella en el prestigio de la Iglesia que tres siglos de porfía de la ilustración, desde Descartes y Kant hasta Nietzsche o la Escuela de Francfort pasando por Feuerbach y Marx. De igual manera, los hispanoamericanos no se borran a la carrera tras leer a Voltaire y Heidegger, ni siquiera por venganza por lo que el Vaticano hizo con la Teología de la Liberación, sino para adherirse a los Testigos de Jehová, el sexo tántrico y el psicoanálisis. 

Todo mensaje en favor de la liberación de los cuerpos y las almas parece hoy en día más barato que nunca, como si se pudiera decir cualquier cosa sin que pasara nada. Francisco no será Juan XXIII, sólo le dejarán simularlo.     




Saturday, March 08, 2014




ANTONIO MUÑOZ MOLINA: 
LA EDAD DE LA RAZÓN

Recién concluyo Todo lo que era sólido, ensayo de Antonio Muñoz Molina al que expertos y lectores reconocen primeramente como novelista. He llenado mi volumen de subrayados y anotaciones; inútil intentar dar cuenta de ellos, necesitaría más que una reseña y, desde luego, mucho más que la entrada de un blog. 

Estamos ante uno de esos textos cuya lectura, más que aconsejable, diría que resulta imprescindible y, sobre todo, urgente. "¿Qué nos ha pasado?", se pregunta una pareja ante los pecios de un naufragio amoroso tan violento como inesperado. Este libro contesta a esa pregunta, nos asalta a empujones para que avivemos el seso y entendamos qué nos ha pasado a los españoles, hijos de una patria que se creyó ejemplo universal de conquista de libertades y emergente prosperidad; un país que en apenas un soplido se ha ido a la mierda, desmantelado sin contemplaciones por una recesión que ya no reconocemos como mundial ni llegada de ultramar: ya es nuestra crisis, ya sabemos todos -incluso quienes como el actual Gobierno rezan por el nuevo ciclo de bonanza caído del cielo- que esta debacle nos la hemos buscado nosotros. 

Lo que nos ha pasado, dice AMM, es que hemos vivido en el cervantino Retablo de las Maravillas. Los prodigios que los espectadores decían sin rubor estar viendo pasar eran mentira, todo fue un simulacro, el rey iba desnudo, la corte no era prodigiosa, sólo había caído en manos de los corruptos, pícaros sin gracia entregados a un pillaje impune. Cuando algún aguafiestas indocumentado denunciaba el trampantojo lo sacaban de la escena a tomatazos. Convertida la democracia en una bochornosa oligarquía de políticos y empresarios sin escrúpulos, España ha sido saqueada por unos cuantos como en el imperio del XVII, aunque contaban con la tolerancia y el beneplácito de una plebe hipnotizada por la demagogia y la esperanza de que les tocara algo de aquel oro que parecía olerse hasta en las chabolas. No había motivo para censurar a los corruptos porque todos estábamos destinados a forrarnos. Como en esas empresas en árbol que surgen de la nada para timar a la gente, cuando ha llegado el momento los más listos se han largado con la pasta y el resto se ha quedado con la deuda, el país en los huesos y el futuro echado a perder por décadas, quien sabe si para siempre. 
"Lo que era sólido"... en muy poco tiempo el sentido de las cosas que costó siglos construir saltó por los aires como una faluca arrastrada por una tormenta gigantesca. Creíamos haber dejado atrás ese pasado provinciano y humilde del que en el fondo nos avergonzamos y nos habíamos convertido en un país cool. Pero ignorábamos que los diarios extranjeros presentaban una España grata y de Almodóvar con la misma ligereza con la que después afirmaban que con la crisis aquí nos dedicábamos a rebuscar en los cubos de basura y la violencia se había apoderado de las calles.


Acaso tampoco este escrito tan enérgico no diga demasiado que no supiéramos ya. Y, sin embargo, la maestría con la que logra que nos reconozcamos en su lectura nos obliga a leer de un tirón hasta el final. No estoy seguro de compartir todas las conclusiones de Muñoz Molina. No creo ser un cándido, como él insinúa, por presentir valores épicos en aquellos defensores de la libertad que lucharon con la República y cuyos cuerpos asesinados terminaron en el olvido de las cunetas del franquismo; tampoco estoy seguro de que la izquierda traicione su laicismo cuando, una vez en el poder de los ayuntamientos, varió su posición respecto a ciertos actos religiosos y aceptó proteger, por ejemplo, las procesiones de la Semana Santa, un bien cultural que, como la arquitectura religiosa o los viejos códices, merece a mi entender resguardo institucional sin que tal cosa tenga nada que ver con los privilegios de la Iglesia o los pactos más inconfesables con el Vaticano. También, puestos a insistir en la loa a quienes durante los años del bonanza aceptaron valientemente quedarse solos en la resistencia frente a la corrupción y los abusos del poder, me hubiera gustado encontrar en las doscientas cincuenta páginas del texto alguna alusión al Juez Garzón, qué le vamos a hacer. 


Pese a ello, consigue convencerme y, por momentos, incluso conmoverme. No voy a olvidar fácilmente el pasaje, ya hacia el final del libro, en que confiesa su inquietud e insomnio en el apartamento de Nueva York mientras sus hijos pasan la noche en un campamento de los Indignados del 15M. A la preocupación de un padre por la seguridad de sus hijos se une la autoexigencia de reflexionar sobre lo que está pasando. Nadie lo esperaba: miles de personas quedaron en el centro de las ciudades para manifestarse y, en contra de lo que cualquier alguacil podía esperar, optaron por no volverse a sus casas y quedarse indefinidamente en las plazas públicas. La incapacidad del stablishment -el de derechas, pero también el de izquierdas- para entender nada, es esa la pista que nos revela que los acampados tenían razón en lo esencial: el país estaba siendo vendido y la ciudadanía guardaba silencio, acaso paralizada de terror o contagiada por la misteriosa hipnosis de quien -iluso- cree que el peor de los males no puede llegar y que la crisis es pasajera. 

¿Lo es? Nada está escrito, AMM insiste mucho en negarse a aceptar cualquier tipo de fatalismo como los que el Gobierno lleva años practicando; la especie de que "no se puede hacer otra cosa" es aún más nefasta que la del irresponsable optimismo que, desde el "todo es posible", llevó al crack. Lo que haya de pasar dependerá de nosotros, de nuestra voluntad para detener la corrupción, el despilfarro, la devastación de los servicios públicos esenciales. Acaso, y en esto el autor de Úbeda también es especialmente insistente, no hayamos sabido valorar las libertades y el bienestar cuando los disfrutábamos como bienes caídos del cielo, amnésicos respecto a lo mucho que en el pasado hubo que batallar metro a metro para conseguirlos. En medio del desastre, cuando sin duda estamos pasándolo muy mal y tiene pinta de que podemos ir a peor-siempre se puede ir a peor, la historia ofrece ejemplos rotundos a ese respecto-, llega el momento de valorar de verdad lo que nos queda. Vienen años de hierro, esto es muy claro, pero es posible que en ellos la incompetencia y la estafa habrán de tenerlo más difícil para disimularse bajo retóricas populistas y mantener la impunidad. 

"No tendremos disculpa si no hacemos todos lo poco y lo mucho que está en nuestras manos, en las de cada uno, para que no se pierda lo que tanto ha costado construir, para asegurar a nuestros hijos un porvenir habitable, si no los alentamos y los adiestramos para que los defiendan. Ya no nos queda más remedio que empeñarnos en ver las cosas tal como son, a la sobria luz de lo real. Después de tantas alucinaciones, quizás sólo ahora hemos llegado o deberíamos haber llegado a la edad de la razón."