Thursday, June 19, 2014

NO MEREZCO ESTO





"No merezco esto", dice el sheriff de Sin perdón un segundo antes de que Will Munny le dé el tiro de gracia a bocajarro. "No merezco acabar así"... nadie cree merecer la extinción y el olvido. Puestos a marchar, no esperamos otra cosa que las exequias dignas de un monarca. "Lo que uno merece no tiene nada que ver", contesta el ángel de la muerte un instante antes de disparar. 

Acaso, hablando de monarcas, Juan Carlos I mereciera otro crepúsculo que el de aquellas lágrimas televisivas: "Lo siento mucho, no volverá a suceder". No volverá a suceder porque ya no le quedan fuerzas, pero él encañona elefantes y lo que le venga en gana porque para algo es Rey, ¿que os pensabais,  hatajo de plebeyos?
 
Tampoco la merecía Adolfo Suárez, despellejado en su momento por tirios y troyanos hasta que, ya sin ningún poder, les dio por rendirle honores y dedicarle aeropuertos y replacetas cuando el pobre ya no estaba para entender nada. ¿Y Aznar? Se desplomó la fe de muchos de sus fieles por una guerrita más o menos y el castigo electoral cayó a fuego sobre sus herederos, que también le traicionaron. O Rubalcaba, un estadista como pocos al que a estas alturas empieza a notársele demasiado que ni él ni su camarilla van mucho más allá de querer seguir viviendo de la política hasta el último segundo. 
 
El pasado miércoles muchos españoles entendieron que la derrota es poca cosa al lado del bochorno que uno experimenta cuando se convierte en el hazmerreír internacional. Resulta difícil imaginar una actuación tan delirante, una catástrofe futbolística tan redonda, tan abrumadora. La situación que se creó en apenas unos días parecía una broma, un chiste con poca gracia para las teles y radios que lo relataban, sabedores de que el negoció con La Roja esta vez era ruinoso. No lo merecíamos, ni el seleccionador, un hombre de orden, ni los jugadores, a cuyos pies nos habíamos rendido durante años, cuyas desventuras ya ni siquiera encuentran el consuelo fugar de los éxtasis balompédicos. No, La Roja no merecía esta debacle, pero también debemos preguntarnos que todos esos gilipollas borrachos y enfundados en la rojigualda que gritaban por las noches despertándonos a los críos merecían los triunfos anteriores. 

Por todas partes me topo con homo sapiens convencidos de que nada más nacer les miró un tuerto. No conciben cómo pueden cerrárseles sistemáticamente las puertas a las que llaman a pesar de que ellos se lo han peleado más que nadie. Este sentimiento es un universal. Como dijo Cioran: "no es Dios sino el dolor el que posee el don de la ubicuidad". Todos los días echan sin piedad del trabajo a gente que se dejó el alma por la empresa. Mujeres a las que halagamos y cortejamos con insistencia apenas nos dedicaron una sonrisa vacía en el momento en que esperábamos tocar la gloria con los dedos. Nuestros alumnos nos olvidan pronto o prefieren ignorar lo que hicimos por ellos, nuestros hijos creen que estamos obligados a amarles y servirles, como si tantos desvelos pudieran venderse a precio de saldo. Si alguna vez asumimos una difícil responsabilidad  sólo por ser solidarios acabamos llevándonos todos los palos imaginables, desgracia que nos hubiéramos ahorrado si hubiéramos tenido la pillería de no levantar la mano y silbar mirando al techo dejando que otros cándidos se jugaran los huevos...
 
Todos estos planteamientos son verdaderos, pero pueriles. No solemos preguntarnos si merecemos la salud pública, no haber pasado hambre jamás, no haber ido a la trinchera con una bayoneta al cinto, no morir de parto o cualquiera de tantas plagas a las que los seres humanos vivían permanentemente expuestos en tiempos en los que tenemos la inmensa suerte de no haber nacido. Nuestra mayor ingenuidad consiste en creer que nos hemos ganado a pulso lo que tenemos y, a la vez, sentirnos víctimas inocentes de nuestros fracasos y desdichas. 

¿Merezco más de lo que tengo? Es lógico hacerse la pregunta porque a nuestro lado respiran perfectos gilipollas a los que el destino obsequió por el morro algunos de los bienes por los que nosotros hemos peleado denodadamente, muchas veces sin el éxito que al que en justicia aspirábamos. Es como esa bala que silba en la batalla y termina por alojarse en el cráneo de un hombre leal y valeroso, mientras el miserable cobarde al que le pasó a dos centímetros de la sien se va a casa de rositas y lo convierten en un héroe.
 
La pregunta no es qué me merezco. En esto, como en tantas cosas, el viejo Kant viene a inspirarnos: "¿qué puedo esperar?". No hay cuentas que ajustar con el destino, es un maricón -como dijo Joaquín Sabina-  un enemigo demasiado fuerte para importunarle con nuestras ñoñerías. Lo que sí podemos es ganarnos el derecho a esperar: no sé qué obtendré, lo que sí sé es lo que me he ganado... aunque nunca suenen para mí las trompetas reales.

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