Friday, October 03, 2014

POBRES

 Lo malo de los pobres es que no tienen glamour. O así lo ven quienes no son pobres, porque para aquellos -pobres- lo malo es consumirse en la cola del paro o no saber qué les van a dar de cenar a los suyos esta noche. 

Dicen los estetas que el glamour es algo que se tiene, que no se consigue a golpe de talonario. Y sí, hay ricos que son los Michael Jordan del mal gusto, como hay pobres con clase, pero lo usual es que el menesteroso -el que ha recibido una educación de pena, el que destruye su salud en trabajos indeseables o ve triturada su autoestima por tener que pelotear a un jefe imbécil- tenga pocas opciones en el terreno del glamour. No hay más que dejarse caer un rato por las barriadas por donde arrastran sus grises vidas, lo feas que son sus casas y sus cónyuges... se diría que les gusta revolcarse en la mugre. Los pobres son un coñazo, no hay manera de librarse de ellos y hacen que la escena de la vida se ponga en blanco y negro, como aquellos reportajes del No-Do donde cogían trenes para ir a la vendimia en Francia o emigraban a Alemania... Seguro que olían a los ajos y los chorizos con que llenaban sus maletas, qué desagradables debían ser aquellos borregueros donde te los encontrabas si cometías el error de comprar un billete de segunda.

Cáritas, organización eclesiástica y, por tanto, poco aficionada a soltarle estopa al actual gobierno estatal y autonómico, informa en estos días que en la Comunitat Valenciana hay cerca de un veinticinco por cien de personas por debajo del umbral de la pobreza. Esto significa que ahora mismo uno de cada cuatro de nosotros vive en condiciones miserables, con muy pocas posibilidades de cambiar de situación, con hijos prácticamente condenados a permanecer instalados en la penosa situación de sus mayores, acaso destinados a la delincuencia, la drogadicción y la violencia. 

Presumimos la culpabilidad del capitalismo, la codicia de los especuladores, la crueldad de los empleadores, los gobiernos de derechas... como si los demás estuviéramos libres de responsabilidades, como si el espectáculo indecente de las colas ante los bancos de alimentos fueran exclusivamente cosa de Rajoy y sus amigos. 

Y no pongo en duda que la ideología que defienden y practican causa directamente estos males sociales. A fin de cuentas siempre hubo ricos y pobres, suelen decir. El credo neoliberal -especialmente el norteamericano, inspirado en la ética protestante- sugiere que la riqueza es un mérito del que la consigue, en la misma medida en que el necesitado es culpable de su derrota. De eso se trata, de una darwiniana lucha por la existencia en la que unos y otros, ganadores y perdedores se llevan su merecido. Este credo se sostiene en el principio de la igualdad de oportunidades, una de las mayores falacias del pensamiento burgués. No hay posibilidad de competir cuando las cartas de la baraja en la que juegas están marcadas. 

La culpa es pues de esa cosa tan metafísica que llamamos el Sistema, lo cual nos permite irnos a dormir con la conciencia poco perturbada. Lo que yo me pregunto es si esa gran lógica que ha aprovechado la Gran Recesión para hacer ricos más ricos y multiplicar el número de pobres nos es completamente ajena. Mientras media España se frotaba las manos pensando en el pastón que iba a sacar por vender su terrenito o le ponía al cochambroso piso de su abuela un precio delirante, apenas nadie le recordaba al gobierno de turno que la bonanza era el momento idóneo para apuntalar los servicios públicos, asegurar la protección, modernizar la fiscalidad, trabar los movimientos especulativos o desactivar las redes de la corrupción. 

Se ha deteriorado la vida de la mayoría de españoles porque cuando podíamos no supimos valorar lo que teníamos, eso a lo que llaman el Estado del Bienestar: queríamos hacernos ricos, y ahora, cuando resulta que somos pobres, nos lamentamos por los corruptos de la política y los bancos, olvidándonos que ellos se atrevieron a hacer lo que muchos españoles urdían, es decir, forrarse ilícitamente. 

Quizá, después de todo, la crisis sirva para que aprendamos de una vez a defender todo aquello que ha hecho dignas y habitables nuestras sociedades. Para empezar, podríamos hacernos una pregunta: ¿soy un ciudadano o un consumidor? Si aceptamos -y lo aceptamos sin problemas durante la bonanza- que somos consumidores, entonces no nos podemos quejar que se nos eche a un lado como a la basura cuando seamos pobres, es decir, cuando nos convirtamos en "malos consumidores". Formaremos parte entonces de esa tropa sin glamour que va por ahí arrastrando su miseria para joder las estadísticas con las que Rajoy intenta convencernos de que hemos vuelto al Reino de la Opulencia. Pobre hombre. 

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