Thursday, December 18, 2014

DIVORCIOS


Noticia de agencia: aumenta un doce y medio por cien la cantidad de divorcios. En el subtítulo, como quien no quiere la cosa, encontramos la explicación: la crisis económica empieza a remitir.

Es un razonamiento digno de las páginas salmón de los diarios: explica un fenómeno asociándolo al juego psicológico que desencadenan las leyes del mercado. Como las expectativas económicas de la gente van siendo menos desoladoras, la onerosa inversión que supone un divorcio incorpora nuevos interesados. En esta lógica, lo habrán observado ustedes, hablamos de rupturas matrimoniales en los términos en que nos referiríamos al incremento en la producción de automóviles o la salida a bolsa de un grupo empresarial especializado en rodamientos a bolas. 

Bien pensado no es ninguna estupidez. Un divorcio es caro. Cuando dos personas cooperan, el rendimiento de la empresa común que llamamos matrimonio es superior al que obtienen los miembros por separado; mucho más cuando, como suele pasar, la ruptura incorpora venganzas o deja niños a los que ahora será mucho más farragoso atender adecuadamente. Hay algo mucho peor: la mayoría de los divorcios dejan una hipoteca pendiente. Un amigo que no acababa de verle futuro a su matrimonio, cuando le pregunté por qué no se divorciaba, me contesto "no imaginas lo que puede unir una hipoteca". 

De acuerdo, pero queda un resabio de gelidez en este paisaje que reclama un momento de reflexión. Se me ocurre pensar que si la gente no consuma su deseo oculto de abandonar a su cónyuge por motivos económicos, habrían de ser igualmente económicos los motivos para anteriormente haber subido al altar.  Inquietante, al menos para mí, que como cándido vocacional, sigo creyendo en el amor. Ya sé, el amor es una ficción, aunque, como diría Woody Allen, no se puede tener todo, es decir, no podemos a amar a alguien y aspirar encima a que ese alguien sea de verdad. En cualquier caso es que yo siempre he amado la ficción, y ésta -la del amor- ha tenido demasiados efectos de verdad a lo largo de la historia -pregunten si no a los infortunados troyanos- como para tomárnosla a chirigota. 


Son malos tiempos para la lírica, como cantó con aquella melancolía inconfundible Germán Coppini. El problema no es que la gente se divorcie. Gracias a Dios, o a Francisco Fernández Ordóñez, la gente puede liberarse de sus cadenas cuando lo considere oportuno, y eso, en especial para las mujeres, marca en este país tan lindo el final de atávicas servidumbres. El problema, en contra de lo que creen los fanáticos religiosos, no es que la gente haga uso de su libertad, sino que los motivos para no hacerlo sean que no puedan pagarse esa libertad. Tan desasosegante revelación invita a pensar cuantas manos se mantienen entrelazadas en los paseos dominicales en contra de la voluntad de sus dueños. Obliga en consecuencia a preguntarnos si quienes parecen amarnos seguirán entregándonos su sonrisa en la madrugada cuando descubran que ya no es rentable. 

Me asalta en medio de esta zozobra un eco de esperanza. Acaso tras esta trama tan prosaica se esconda una lírica digna de nuevos trobadores: nunca como ahora fue tan imprevisible, tan apasionante, tan aventurero el desafío del amor. Las biografías sentimentales, antaño tan fiscalizadas por el entorno represivo y los roles patriarcales, entran ahora en un ciclo de incertidumbre radical donde nada, ni siquiera la economía, ni siquiera la conveniencia social, valdrá como coartada. Encontrar una pareja no sirve técnicamente hablando para nada, luego de alguna forma nuestro corazón ha quedado definitivamente liberado. 

Es para pensarlo.     

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