Friday, September 25, 2015

LA DESCONEXIÓN

Observo con una curiosidad casi de entomólogo la pasión, la fervorosa determinación con la que algunos proclaman su fe en la unidad irrompible de la nación más antigua de Europa, equiparable en su intensidad a la que exhiben quienes desde el catalanismo entregan todas las esperanzas de una vida mejor al proceso de secesión...  no puedo por menos que sentirme en outside. No experimento envidia: de igual manera que, como dijo Amin Maloouf, hay "identidades asesinas", yo creo que hay amores que matan. 

Un viejo amigo nacido a orillas del Xúquer, el Vicent, ha sido nacionalista y partidario acérrimo dels Països Catalans toda la vida. Se burlaba de mí cuando yo me declaraba "ciudadano del mundo" -que ciertamente es una cursilada- y me miraba con cierta lástima por mi incapacidad para sentirme espiritualmente vinculado a algún tipo de identidad patria. Se hubiera sentido cómodo en nuestras controversias si yo hubiera afirmado de forma inequívoca y con lágrimas de fervor mi condición de "español". 

Yo no me presté al juego, en parte porque por entonces sólo andaban por ahí gritando su españolidad irredenta los franquistas, que exhibían la rojigualda como para arrojártela a la cara a poco que parecieras sospechoso de comunista, masón, judío o maricón. Hay otra razón: yo era incapaz de proponer un sentimiento equiparable en ardor al del Vicent. De ahí él deducía que yo era así para todo, es decir, un tipo de baja intensidad, un hombre desorientado que deambulaba por los desiertos de la apatridad, vulnerable en el fondo a que cualquier secta capturara mi voluntad y me anulara para siempre. No es raro que pensara de esta forma, pues, además de nacionalista, era -y me consta que sigue siendo- un católico de misa dominical y rigurosa penitencia cuaresmal. 

Lo siento, pido perdón, no he sabido ser un hombre como Dios manda, la mayoría de mis convicciones son febles, no me veo en condiciones de arrastrar a ninguna multitud a casi nada... los tipos como yo son una plasta y no hacen más que estorbar, sobre todo cuando, como este domingo en las elecciones catalanas, llega un "choque de trenes" y lo que toca, al parecer, es eliminar a los que dudan. Creo que mi amigo el nacionalista nunca entendió que si yo no me afirmaba patriota irredento no era por carecer de la suerte que él tenía de sentirse partícipe de una identidad colectiva gloriosa, sino porque simplemente yo no la necesitaba. Él sí, necesitaba tanto sentirse parte de una comunidad nacional como de otra religiosa. Por cierto, sus padres eran inmigrantes andaluces que llegaron muchos años antes a Valencia en busca de trabajo y una vida mejor. Vaya por Dios.

Yo no quiero que haya secesión en Catalunya. Sin embargo me produce una enorme inquietud este enconamiento por el cual un hatajo de pirómanos insisten en decirle a los catalanes que sólo hay una manera de estar en España y que es justamente la que ellos imponen, es decir, precisamente la contraria a la que la inmensa mayoría de catalanes estaría dispuesta a aceptar. Es posible que esta actitud tan resuelta y carente de ambigüedades otorgue muchos votos a la derecha en noviembre, pero por el camino, habremos perdido Catalunya. Quizá sea ese el problema, que si es falso que nos juguemos el domingo la permanencia de este viejo matrimonio es porque posiblemente a los catalanes los hayamos perdido ya. Podemos insistir en lanzar amenazas -reales seguramente muchas de ellas- para que se asusten y el proceso se detenga, pero si no les hacemos ver que es mejor para ellos que sigamos juntos será como en esas parejas en las que no hay amor, que estarán tan mal juntas que el divorcio de facto terminará siendo lo más deseable. 

Me cuesta entender que tantos ciudadanos de una comunidad libre y próspera como Catalunya concentren sus expectativas de una vida mejor en separarse de quienes les han acompañado durante tanto tiempo, los cuales, por lo visto, sólo somos una rémora y no hacemos sino ralentizarles el paso. Creo que se equivocan. Creo que, en un tiempo de profunda desorientación para todos, están abrazando eso a lo que Josep Ramoneda llama la "utopía disponible". ¿Creen de verdad que en la Catalunya independiente quedarán los gobernantes libres de corrupción, las brechas socioeconómicas se suturarán y se detendrá la sangría del estado del bienestar? Teniendo en cuenta lo astutamente que quienes lideran el proceso se sirven de "la desconexión" para ocultar la absoluta sumisión de su gestión a las élites económicas, me sorprende mucho esta inflamación de optimismo. 

Claro que yo entiendo poco de patrias, me falta fervor, lo siento. 

Friday, September 18, 2015

1. No llego nunca al final de las entrevistas de Ana Pastor. Sus protagonistas se convierten en bonsais, presionados y recortados hasta la histeria. Parece no haber otra consigna que la de "no le dejes respirar ni un segundo". No me gusta Artur Mas, pero eso no importa. Si pide que se le deje explicar las ventajas de la independencia y la entrevistadora le corta -ella corta siempre- arguyendo que "eso sería permitirle hacer propaganda", a mí no me queda otra que apagar la tele, pues incluso para poder estar contra el entrevistado necesito saber cuáles son sus argumentos. Tampoco estaría mal que Pastor me dejara decidir a mí qué es y qué no es propaganda, cosa que sólo es posible si deja explicarse al personaje.

En cada entrevista pasa lo mismo, yo acabo harto y furioso después de haber gritado a la genial periodista -nunca me oye- aquello de "¡calla ya la puta boca y déjale hablar!"...Y ella sale ufana y reforzada, sin mínima sombra de vacilación, segura de que "a mí no me torea ni Cristo" mientras sus fans le jalean. Ana Pastor cree ser crítica, pero nada va más a favor de la corriente hegemónica en la época que su aceleración y su pressing... Donde sólo hay prisa no surgen ni el debate ni la reflexión, donde sólo hay sospechas y mala fe hacia el entrevistado sólo se encuentra la neurosis defensiva, lo cual no tiene nada que ver con el díalogo. Algún día Tele Cinco la intentará contratar para hacer entrevistas tipo "Sálvame", ya lo verán. 

2. Concluyo "The Pacific", una miniserie de diez capítulos que, con el precedente magnífico de "Salvar al soldado Ryan" en la memoria, produjeron su director, Steven Spielberg, y su actor principal, Tom Hanks, para la HBO. Es una obra excelente, no hay duda, lo que no sé es si realmente hace falta la inversión en tantos millones de dolares para un relato que tampoco añade demasiado a su original, más allá de la singularidad, trascendental para el público norteamericano, de que aquella transcurre en Normandía y ésta lo hace en el frente asiático.

El escenario al que nos remite The Pacific es el infierno de la guerra, cuyo horror se nos muestra con un virtuosismo que, desde una crudeza espeluznante, alcanza una sofisticación técnica donde todo está rigurosamente medido y preparado, lo cual incluye fotogramas de una plasticidad aplastante, empezando por el opening con el que se inicia cada capítulo, tan brillante como es común en las teleficciones de la ya mítica HBO.

De las guerras quedan siempre memorias fragmentarias, como advertimos en The Pacífic, un conjunto de retales de experiencias de soldados que realmente existieron. No hay piedad para el espectador que tiene la osadía de exigir que le cuenten la verdad, sin concesiones y sin ridiculeces patrioteras... Las cabezas revientan tras una bomba de mortero, los cuerpos son despedazados en cada desembarco, en cada ofensiva ordenada por el alto mando. Bajo el delirio sangriento de las más terribles ofensivas en Guadalcanal, Iwo Jima u Okinawa, uno adivina la sonrisa de Lucifer, enseñoreado de tierras que uno diría que quedaron baldías y malditas para siempre, barro enrojecido por la sangre y cubierto de cadáveres amontonados y medio descompuestos. 

Los que salen vivos de las peores refriegas del frente del Pacífico -ante las que el célebre ataque de Pearl Harbour queda como una tímida escaramuza- no regresaron sin daños, terriblemente heridos y lisiados muchos de ellos, con una pavorosa neurosis de guerra todos. En este sentido el relato no engaña, no hay indulgencia con esa guerra de la que nada saben los niños que disfrutan hoy matando virtualmente en sofisticados videojuegos. Las trincheras huelen a mierda, a infección, a miembros gangrenados... un dolor insufrible entre el insomnio y la locura provocada por el miedo y los gritos de los compañeros que se desangran tras reventar una granada o la carnicería de las ametralladoras japonesas en el último ataque. 



Acaso echo en falta en la serie algo más de acidez respecto a las elegantes estancias donde los únicos verdaderos amantes de la guerra, los que la planean pero no la sufren, deciden enviar a la muerte a "nuestros chicos", esos que, al regreso, se encontraron en muchos casos desamparados, deseosos de recuperar la paz y la normalidad que perdieron para siempre cuando el infierno de Okinawa o Guadalcanal les arrancó de cuajo su condición de seres humanos. Desde esa lógica luciferina, la monstruosidad de Hiroshima y Nagasaki podría ser el epílogo que corresponde a aquella gigantesca carnicería que fue la Segunda Guerra Mundial.

"Han lanzado una nueva bomba que destruye ciudades enteras, han muerto de una un montón de japos", le dicen al soldado Sledge, que acaba de matar a los últimos soldados enemigos que defendían la honra del Emperador en una isla remota y devastada. A fin de cuentas es a lo que fueron al Pacífico, a "matar japos". El armisticio se firmó unos días después. Habían muerto alrededor de sesenta millones de personas entre los frentes del Pacífico, Europa y África.      

Friday, September 11, 2015

MALDITO YO

Cioran nos avisa del inconveniente de resolver suprimirnos: si nos desembarazamos de la vida nos privamos de la posibilidad de reírnos de ella. Me acuerdo de ello cuando me siento extrañamente inclinado a desaparecer de la sociedad y encerrarme en mi casa para siempre, cuando planeo dejar para siempre de hacer proyectos, cuando me propongo abrazar para siempre la elegancia del silencio... Temo que de sucumbir a tentaciones tan sensatas dejaré de hacerme gracia. 

Mi vida no es ni remotamente digna de un héroe homérico, ni siquiera del antihéroe de una novela moderna. Yo me siento más bien como el protagonista de una sit com...  Con frecuencia, tras hablar o actuar presiento el eco de las risas enlatadas de los espectadores. 


Dijo John Lennon que la vida es todo lo que te pasa mientras haces planes. No está mal, pero ¿no prefieren esto?: la vida es lo que nos pasa mientras nos convencemos, de una puta vez, de que es ridículo desear que los demás nos quieran. 

Si a veces parezco estúpidamente soberbio es porque arrastro la pesada certidumbre de ser una mercancía dañada. 

Sólo me siento bien conmigo mismo cuando caigo en la insolencia de decir "no", cosa que hago con escasa frecuencia, de ahí esa peculiar propensión al autoodio con la que exaspero a mis allegados.

Ver crecer a un niño te instala en la evidencia de que el "Yo" es una construcción social, la cual por tanto requiere un tiempo de duro aprendizaje. De esta carga provienen todas las imposturas que constituyen eso a lo que llamamos una biografía. Uno no puede por menos que envidiar a los primitivos, demasiado sanos como pasarse las noches pensando en si les quieren, si les han agraviado o si sus vidas merecen la aspiración a alguna suerte de trascendencia. 


Damos por hecho el yo como damos por hecho el derecho a la vida, que es sin embargo uno de los que han necesitado una mayor elaboración histórica. 

Dueño de la lucidez suficiente para calibrar cómo me debilitan los elogios, he aprendido a no soportarlos. La contrapartida es que eso me hace tan antipático a ojos ajenos como a quienes no saben agradecer los obsequios. Tengo el resto de mi vida para aprender a disimularlo. 

La madurez consiste en dejar de pretender que nos amen por aquello por lo que "merecemos" ser amados. Ocurre lo mismo a la inversa con quienes nos odian.  

El yo es, como querían los empiristas, el resultado de una serie de percepciones. Lo que no sabían es que ese yo se abre en los intersticios de cada experiencia, entre sus sombras. Nuestra vida no es entonces sino el sentimiento de zozobra que nos asalta cuando advertimos una perturbación. Sólo tomo conciencia de quien soy cuando me dejo sorprender extasiado por el frescor de los aires tormentosos con los que septiembre nos anuncia el final de la atonía insoportable de un verano tórrido; sólo cuando ella nos dice, por fin, que nunca nos amó; sólo cuando descubrimos -aterrados- en nuestros padres aquella debilidad tan humana que no imaginábamos; sólo cuando en las horas más inhóspitas de la noche acertamos a vislumbrar la medida exacta de la colosal responsabilidad de acabar de traer un niño al mundo; sólo cuando, fumando en el balcón, entendemos que lo que la luna nos dice es que acaso mañana ya no amanezcamos... 

Saturday, September 05, 2015



JEFFREY SACHS: SETENTA AÑOS DE LA ONU.

En 2005 el prestigioso director norteamericano Sidney Pollack presentó su película “La intérprete”, que le permitieron rodar nada menos que en las instalaciones de la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York. La protagonista, Silvia Froome (Nicole Kidman), originaria del país imaginario de Matobo –que podemos asociar a Zimbabwe-, trabaja en el edificio como traductora simultánea. Por casualidad descubre una conspiración para asesinar en la sede al Presidente de su país, Edmond Zuwanie, a la que ésta detesta por considerarlo responsable de múltiples crímenes, entre ellos el asesinato de su familia. Se desata entonces un frenético operativo policial que convertirá el relato en un por momentos apasionante thriller.

La película es francamente entretenida, pero su mensaje, favorable al papel mundial que la organización lleva a cabo a favor de la causa de la justicia global y contra la impunidad de los dictadores, deja considerables cabos sueltos. Sabemos que hay un antiguo líder de masas que, tras un pasado revolucionario, parece haber enloquecido para convertirse en uno de tantos sanguinarios dictadores africanos. Cuenta con algunos opositores cuyas intenciones adoptan perfiles más bien difusos. Uno de ellos, Kuman-Kuman, dice creer sólo en los negocios, pero nada se nos cuenta en el film respecto a la responsabilidad de las potencias mundiales y las multinacionales en las tragedias subsaharianas. Debemos, como la matobana blanca Silvia Froome, renegar de la inclinación revolucionaria y apoyar a la ONU, pero la organización nada sabe en el film sobre las causas profundas de los terribles conflictos que asolan la zona más pobre y violenta del mundo. Hay dirigentes que al envejecer enloquecen y matan a miles de civiles, debemos permanecer en el lado del río donde actúan los justos, es decir, debemos, como la ONU, ser pacifistas y ayudar a que los malos vayan a la cárcel. Falla algo aquí.
Vuelvo a Jeffrey Sachs y al artículo sobre el setenta aniversario de la ONU, creo que hoy con más razón, cuando la crisis de refugiados que atravesamos empieza a dejar imágenes más estremecedoras que nunca y el papel de las naciones en la lucha global contra la injusticia abre toda suerte de interrogantes. La fuente que cito es el célebre texto de Naomi Klein “La doctrina del shock”, donde la figura de Sachs es sumamente relevante.
Jeffrey Sachs era un joven y brillante economista de Harvard cuando en el 85 fue convertido en asesor de uno de los candidatos a las elecciones de Bolivia, país envuelto en ese momento en una terrible crisis económica. La convicción con la que aquel hombre afirmaba poder acabar con la crisis inflacionaria en cuestión de horas ayudó a que finalmente sus planes fueran llevados a la práctica. Paradójicamente, decía estar muy influido por las recetas del keynesianismo, pero sus planes respiraban el aire de las recetas de Milton Friedman, padre del neoliberalismo contemporáneo e inspirador directo de la revolución conservadora que los anglosajones exportaron al mundo en la era Reagan-Thatcher, la cual constituye precisamente una reacción contra la herencia del New Deal, el estado del bienestar, la socialdemocracia y, en definitiva, el modelo Keynes. La maquinaria propagandística neoliberal ha hablado durante décadas de un milagro económico en Bolivia cuyo ideólogo sería Sachs. Esta historia es completamente falsa según Naomi Klein, y las consecuencias de la mentira han sido dramáticas.

Sachs compartía la especie, muy exitosa entre los conservadores estadounidenses, de que Latinoamérica era víctima del romanticismo socialista. Frente a los liberales más ortodoxos, creía que para “liberar” a las economías de la zona se precisaban inyecciones económicas exteriores, pero la receta esencial consistía en la austeridad en el gasto público. Ésta habría de imponerse de forma abrupta y repentina, como un shock, generando en la población la sensación de que es imposible resistirse. A tenor de los resultados obtenidos, la idea es enriquecer más a la oligarquía del país, de manera que el coste social de la operación recae sobre los pobres. Precarización del empleo, destrucción de la protección social, aumento exponencial de las diferencias entre pobres y ricos… Lo que ocurrió en la Bolivia intervenida por el nuevo Doctor Shock, siempre según Klein, es lo mismo que una década antes habían conseguido los Chicago Boys en Chile, donde fueron contratados por el gobierno golpista de Pinochet para arreglar la economía del país, con los resultados ya conocidos.

Jeffrey Sachs reaparece para el mundo en los años noventa, donde según la denominación de Klein se vivió tras la ilusionante caída del Muro de Berlín una “pesadilla hobbesiana” de la que no estoy seguro de que la nación haya despertado. El plan de Gorbachov consistía en convertir la antigua URSS en un modelo socialdemócrata de corte escandinavo, con una sólida red de protección social y algunas industrias clave bajo protección estatal. En cierto momento la posibilidad de una genuina revolución democrática fue sustituida por un programa basado en las recetas de la Escuela de Chicago, es decir, las de Milton Friedman. Es ahí donde, a la sombra de Boris Yeltsin, aparece Sachs, dispuesto a implantar de urgencia el programa que supuestamente ya había triunfado en Polonia. No es gratuito indicar que a los artífices de dicho plan Joseph Stiglitz, el Premio Nobel y gran refutador del mito liberal de la “mano invisible”, los llamó “bolcheviques del mercado”.

La revolución comandada por Yeltsin no fue pacífica. De igual manera que en Bolivia la terapia Sachs requirió un potente despliegue represivo, por ejemplo contra sindicalistas, Rusia requirió por ejemplo un golpe de estado organizado por el propio Yeltsin, acontecer por cierto celebrado en Occidente con gran entusiasmo. Dice Klein: “¿Qué hicieron los de Chicago y sus asesores accidentales en aquel momento crítico? Lo mismo que cuando ardía Santiago de Chile y lo mismo que harían cuando la que ardiese fuese Bagdad: libres, por fin, de la intermediación de la democracia, se dieron un festín de nuevas leyes.” Para la autora canadiense, el secreto de la doctrina del shock es que las medidas liberalizadoras consistentes en enormes recortes presupuestarios, eliminación de controles de precios de productos de primera necesidad y privatización general de servicios básicos son mucho más sencillas de aplicar cuando hay un estado de represión policial que sofoca las tentaciones de rebelión.

El boom económico capitalista que se esperaba no se dio. El comunismo fue sustituido por un estado corporativista del que se benefició una élite de rusos y unos cuantos fondos de inversión extranjeros que aprovecharon la privatización masiva de grandes compañías nacionales. Las esperanzas razonablemente suscitadas por el fin del comunismo se marchitaron ante la evidencia de que uno de los grandes países del mundo ha sido saqueado, convirtiéndose en lo que algunos han llamado una “cleptocracia”. En solo ocho años se registró el absoluto empobrecimiento de alrededor de setenta y dos millones de ciudadanos. En el año 96 el 25 por cien de los rusos vivían en una situación de pobreza desesperada. “En la Rusia actual”, afirma Klein en 2007, “la riqueza está tan estratificada que los ricos y los pobres parecen vivir no sólo en países distintos, sino también en siglos diferentes.”

No es objetivo central de este escrito desacreditar a la Organización de las Naciones Unidas, ni siquiera me preocupa demasiado cuestionar el prestigio de Jeffrey Sachs, quien por cierto ha manifestado en alguna ocasión no sentirse responsable del desastre económico operado en Rusia. Hace unos días este señor publicó un artículo cuya función, creo, era aquietadora y sedante. Me rebelo contra esta sensación, lo que en estos días sucede a las puertas de Europa con la crisis siria – y sí, pienso en imágenes como las del niño ahogado en la playa griega- no puede someterse al conformismo que propugna este autor.
No, no estamos en buenas manos, el mundo no va por buen camino, no puedo pensar otra cosa en este momento. 

(Adjunto el enlace del artículo de Sachs en El País)


SETENTA AÑOS DE LA ONU.



El pasado 29 de agosto el diario El País concedió su tribuna a un personaje que, acaso no suene demasiado al gran público, y que, sin embargo, figura en la lista de la revista Time como el economista más importante del momento y uno de los cien personajes más influyentes del planeta. Jeffrey Sachs dedicó su artículo a conmemorar el setenta aniversario de la fundación de las Naciones Unidas, organización a la que el prestigioso economista de Harvard se encuentra en la actualidad vinculado, yo diría que con amplia responsabilidad, pues se le considera el primer asesor del Presidente Ban Ki-Moon.

El artículo no habría de despertar sospechas respecto a la sinceridad de la misión a la que Sachs vive entregado: erradicar a través de las instituciones de la ONU la pobreza extrema y las epidemias, considerando también como una prioridad la sostenibilidad medioambiental, como se manifiesta en los titulares de los Objetivos del Milenio. Al final de un escrito amable y optimista, el lector corre el riesgo de sentirse aliviado y considerar que el único gran problema de la ONU es de financiación, se trata de que paguemos algo más, total un euro o así más al año, no parece gran cosa para solucionar los problemas del mundo. El autor no se permite un mínimo toque de sabor ácido, no hay imputaciones, no resultan dañados ni las grandes potencias ni los agentes financieros ni las multinacionales. No sabemos quién se aprovecha de las hambrunas, es decir, quién las crea, ni cómo Naciones Unidas puede legislar y hacer cumplir sus normas para sancionar a quienes se benefician de que el planeta sea cada día menos hospitalario.

¿Lo es? No, según Sachs, de lo que se deduce que mi pretensión de que en el mundo avanza la pobreza, que las diferencias entre ricos y pobres se abisman y que la cantidad de guerras y focos de violencia han multiplicado las situaciones de emergencia es fruto de mi pesimismo patológico. Mientras otros nos lamentamos ante la incapacidad que está demostrando en estos días Europa para resolver la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, Sachs se felicita por el reciente gran éxito de la comisión rectora para la paralización del programa nuclear de Irán. Sachs atribuye los méritos a la comisión rectora, negando expresamente la especie de que lo decisivo ha sido la presión de los EEUU, en cuyo caso el verdadero artífice habría sido Obama. Estaría bien que fuera como quiere hacernos creer Sachs, pero dudo mucho que las autoridades iraníes hayan cedido por el miedo a la opinión pública internacional y la enorme autoridad moral que ejerce la organización que preside Ban Ki-Moon. Igualmente Sachs responsabiliza a la ONU y sus instituciones especializadas por la reducción mundial de la pobreza extrema, entre otras proezas de las que se vanagloria –en materia de igualdad sexual, salud o escolarización- antes de pedirnos más dinero.

Miren, soy profesor de Ética, creo en la necesidad imperiosa que nuestra especie tiene a efectos de su pura supervivencia de una organización transnacional con poder legislativo capaz de obligar a los poderes mundiales a cumplir los derechos humanos, y así lo expongo y debato en clase con personas que ya tienen edad para preguntarse por qué, por ejemplo, han muerto ya varios niños de hambre o se ha ahogado un refugiado en el Mediterráneo desde que yo he empezado a escribir este artículo. Si, como sospecho, la ONU no es capaz de generar en la actualidad ese poder –que es en gran medida un poder sancionador- en relación a aspectos tan trascendentes como la distribución de la riqueza, la salud pública, la escolarización, la igualdad, la explotación y el abuso infantil, la paz o el medio ambiente, lo que falla no es la organización misma, sino la disposición de sus actores hegemónicos a suministrarle los recursos adecuados, que por cierto son bastante más que recursos económicos.

¿Racanería? No, me temo que el problema es mucho más complejo.

Saber quién es de verdad Jeffrey Sachs puede ayudarnos a entender algunas cosas. Concédanme unos días.