Friday, January 22, 2016

HACE DIEZ MIL AÑOS

En la Facultad de Filosofía, creo que en tercer o cuarto curso, existía una asignatura que se llamaba Teodicea. Su objetivo era estudiar "el problema del mal en el mundo", lo cual, teniendo en cuenta el origen teológico de aquella disciplina académica, alude directamente a Dios, a quien inevitablemente dirigen los fieles la gran pregunta: si eres bueno y nos quieres, ¿por qué permites tantas calamidades?

Aprobé la asignatura, pero no avancé gran cosa en el asunto de la justificación del Mal, creo que porque el problema no es Dios, sino esa cosa tan laberíntica que llamamos el alma humana. En estos días se han descubierto los restos de una cruel batalla entre cazadores y recolectores de hace nada menos que diez mil años en Kenya. Con ello parece que se desmoronan mitos como el del "buen salvaje", al que, desde Jean-Jacques Rousseau, tendemos a considerar como ajeno a los mecanismos de la codicia, el odio o el racismo que explican la génesis de las guerras, asociadas por el ginebrino al nacimiento de las grandes sociedades civiles, verdaderas cunas de todos los vicios que degradan nuestra naturaleza. 

Rousseau reaccionaba en el setecientos contra la caracterización hobbesiana de lo humano. Para el padre del Leviatán, "el hombre es un lobo para el hombre", es decir, somos un mono insufrible espoleado por un egoísmo cerril que desata la guerra contra todo el que se le acerca, de manera que sólo unas instituciones autoritarias y con un gran poder de intimidación pueden instaurar la paz. 

Algunas escenas que presenciamos últimamente en el "horror show" informativo habrían de inclinarnos a acompañar a Thomas Hobbes en su pesimismo. ¿Qué hemos de pensar de los dos jóvenes que hace unas cuantas noches mataron a docenas de lechones en una granja, lanzándose sobre ellos para "gastar una broma" cuyas imágenes colgaron después en internet? ¿Qué dirá la teodicea respecto a las almas de semejantes escoria humana? 

No soy sin embargo partidario de escarbar demasiado en la naturaleza humana, algo a lo que se dedicaron los sabios clásicos seguramente porque guardaban la esperanza de poder determinar de una vez por todas lo esencial de nuestra condición. No me alejo de Hobbes por su cinismo ni de Rousseau por su candidez, el error que comparten es el creer que existe una propensión natural de conducta en nosotros, el error es ignorar que, más allá de las claves genéticas propias de un mamífero, somos por encima de todo lo que los valores que hemos aprendido nos inclinan a ser. 

No sé qué hay en los entresijos del alma de dos tipos que matan así a unos indefensos lechones, sé lo que hay en mi alma cuando se manifiestan el odio, el rencor, el resentimiento o la violencia que llevo dentro. No sé si formo parte de la turba feroz de cazadores que aniquilaron en Kenya hace diez mil años a un grupo de labriegos; soy los principios que he adquirido durante mi vida, las decisiones que he tomado, los actos bellísimos o atroces que he llevado a cabo. Como nos enseñó Kant, es la libre voluntad, gobernada con plena autonomía por la Razón, lo que determina si soy un digno de mi condición. 

En realidad, el descubrimiento de Kenya no demuestra gran cosa, no hay un destino irreversible inscrito a priori en la raza del homo sapiens. Haremos con nuestras vidas y con este planeta lo que la fortaleza de nuestra voluntad nos permitan hacer. Ello supone tener el coraje de pelear por un mundo más justo y habitable, lo cual es antes producto de una decisión ética que de algún misterioso designio genético ineluctable. 

Claro que también podemos concluir en que no tenemos remedio y esperar sentados a que la siguiente matanza no nos toque a nosotros. 

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