Saturday, April 30, 2016

EL QUIJOTE Y YO

En 1991 TVE estrenó una serie sobre la magna novela cervantina. La protagonizaron Fernando Rey y Alfredo Landa, inútil detallar con qué papel cada uno. El guión corrió a cargo de Camilo J.Cela. Cuando le preguntaron qué aportaba esta teleserie al amplio historial de versiones fílmicas de la más poderosa novela jamás escrita, contestó que "éste es el Quijote de Cervantes, mientras que los anteriores eran los de cada uno de los directores". Con su soberbia habitual, este ilustre pelmazo declaraba ser poseedor, supongo que en exclusiva, de la esencia última de los propósitos cervantinos. 

Como carezco del magisterio de nuestro insigne Nobel, no me atrevo a pontificar sobre cuál es el Quijote verdadero. Si me lamento por el Quijote de Orson Welles, no es porque aquel director diera su propia visión de la novela -¿para qué tanto esfuerzo por dirigirla si uno no va a ofrecer su singular visión?-, sino porque el film nunca pudo ser concluido. 

De lo que sí puedo hablar es de "mi" Quijote. No diré nada sobre sus infinitas sinuosidades y sus implicaciones filológicas; soy un lector asombrado de Cervantes, pero tal no me convierte en buen lector. Sí sé algo sobre las muchas apropiaciones que se han hecho del Quijote, podría hablarle sobre lo que me explicaron en el colegio o de ese mito del "quijotismo" que supuestamente contiene las esencias de lo hispánico. 

Explica Juan Goytisolo que España es un mito construido a partir de la casta militar castellana que se apodera de la península en el siglo XV y somete a su yugo a las diversas poblaciones que vivían en la península. Derrota del último reino árabe, expulsión de los judíos, descubrimiento de América, Contrarreforma... Creo que es ésta la pista buena. Cuando la urdimbre política, económica, social y cultural sobre la que se asienta la "unidad nacional" envejecía, el mito arrastra todavía una fuerza que habrá de durar siglos, como prueba la melancolía de Unamuno en el 98 tras la derrota de Cuba o la furibunda reacción contra el progreso y las libertades surgida a duras penas por la voluntad de las mejores cabezas españolas con la Segunda República. 

Lo que hoy sabemos es que hay muchas Españas, siempre las ha habido, y que más allá de la pamplina del eterno celtibérico, no somos lo que han querido que creamos ser. No somos cristianos viejos, no somos la Semana Santa ni las corridas de toros, tampoco el hidalgo ni su hermano pequeño el clérigo, no somos Franco ni Santiago Matamoros ni el Guerrero del Antifaz ni la Princesita de Torres.  Todo es mucho más abierto, heterodoxo y mestizo. Así es con Don Quijote, así es con Cervantes. 


Veamos. El Caballero confunde la realidad con sus deseos, de ahí la importancia de la presencia de Sancho, por más que sus reiterados intentos de hacer aterrizar a su señor resulten siempre estériles. Son a no dudarlo dos elementos contrarios y, por ello, complementarios: espíritu y materia, sueño y realidad. Si Cervantes parodia magistralmente el infundio delirante de las novelas de caballerías, es porque entiende que ha llegado el momento de explicarle a los españoles que su autoestima hipertrofiada por un imperio, del cual sólo han disfrutado unos pocos oligarcas, tiene los pies de barro. España está saliendo de la historia en los momentos mismos en que Cervantes urde su relato entre las lúgubres humedades de su calabozo de Argel: la gente muere de hambre mientras resuenan a lo lejos los arcabuces de Flandes, empezamos a ser un Estado fallido, un fracaso en toda regla. Si no entendemos todo esto podremos entender la pesadumbre del 98 o las ridículas soflamas patrióticas de los falangistas y del Régimen, pero no entenderemos a Cervantes. 

Pero hay más, mucho más. Lo que más me interesó siempre de la novela es ese misterioso proceso por el cual dos personajes aparentemente de una pieza van mutando ante nuestros ojos, convirtiéndose cada uno de ellos poco a poco a la fe del otro. Sanchificación de Don Quijote y Quijotización de Sancho, dicen los estudiosos. Presentimos que el caballero andante flaquea en su determinación heroica y empieza a pedir a Sancho apoyo moral para seguir creyendo que fueron ejércitos de árabes y no rebaño de cabras la fuerza enemiga que abatió adarga en mano. Mientras, Sancho, creyendo merecer el gobierno de Barataria, saca ante el mundo al héroe del cantar de gesta que todos creemos llevar dentro. 

En un examen de BUP me preguntaron por qué antes de morir el Caballero de la Triste Figura regresaba a la identidad real de Alonso Quijano y se arrepentía de sus enloquecidas correrías. "Porque a Quijano le está permitido morir, pero a Don Quijote no, él no muere nunca".  No recuerdo si me aprobaron.

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